(Reflexión a Lc. 7, 36 – 8, 3)
Jesús se encuentra en casa de Simón, un fariseo que lo ha
invitado a comer. Inesperadamente, una mujer interrumpe el banquete. Los
invitados la reconocen enseguida. Es una prostituta de la aldea. Su presencia
crea malestar y expectación. ¿Cómo reaccionará Jesús? ¿La expulsará para que no
contamine a los invitados?
La mujer no dice nada. Está acostumbrada a ser despreciada,
sobre todo, en los ambientes fariseos. Directamente se dirige hacia Jesús, se
echa a sus pies y rompe a llorar. No sabe cómo agradecerle su acogida: cubre
sus pies de besos, los unge con un perfume que trae consigo y se los seca con
su cabellera.
La reacción del fariseo no se hace esperar. No puede disimular
su desprecio: “Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer y lo que
es: una pecadora”. El no es tan ingenuo como Jesús. Sabe muy bien que esta
mujer es una prostituta, indigna de tocar a Jesús. Habría que apartarla de él.
Pero Jesús no la expulsa ni la rechaza. Al contrario, la acoge
con respeto y ternura. Descubre en sus gestos un amor limpio y una fe
agradecida. Delante de todos, habla con ella para defender su dignidad y
revelarle cómo la ama Dios: “Tus pecados están perdonados”. Luego,
mientras los invitados se escandalizan, la reafirma en su fe y le desea una
vida nueva: “Tu fe te ha salvado. Vete en paz”. Dios estará siempre con
ella.
Hace unos meses, me llamaron a tomar parte en un Encuentro
Pastoral muy particular. Estaba entre nosotros un grupo de prostitutas. Pude
hablar despacio con ellas. Nunca las podré olvidar. A lo largo de tres días
pudimos escuchar su impotencia, sus miedos, su soledad... Por vez primera
comprendí por qué Jesús las quería tanto. Entendí también sus palabras a los
dirigentes religiosos: “Os aseguro que los publicanos y las prostitutas
entrarán antes que vosotros en el reino de los cielos”.
Estas mujeres engañadas y esclavizadas, sometidas a toda clase
de abusos, aterrorizadas para mantenerlas aisladas, muchas sin apenas
protección ni seguridad alguna, son las víctimas invisibles de un mundo cruel e
inhumano, silenciado en buena parte por la sociedad y olvidado prácticamente
por la Iglesia.
Los seguidores de Jesús no podemos vivir de espaldas al
sufrimiento de estas mujeres. Nuestras Iglesias diocesanas no pueden abandonarlas
a su triste destino. Hemos de levantar la voz para despertar la conciencia de
la sociedad. Hemos de apoyar mucho más a quienes luchan por sus derechos y su
dignidad. Jesús que las amó tanto sería también hoy el primero en defenderlas.
José Antonio Pagola
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