Publicado en el nº 2.681 de Vida Nueva el 30.10.2009
Dos ritos que ahondan divisiones en el Sacramento de la Unidad
(Juan Rubio) La primera constitución que aprobó el Vaticano II fue la referida a la reforma litúrgica. La Sacrosanctum Concilium llevaba firma del 25 de enero de 1964, un día significativo en el movimiento ecuménico, fiesta de la conversión de san Pablo. La razón para priorizar su promulgación antes que las tres constituciones restantes era más práctica que teológica: que los obispos y padres conciliares pudieran concelebrar la Eucaristía sin tener necesidad de celebrar cada uno en su propio altar, individualmente y de espaldas al pueblo. La imagen de los obispos concelebrando con Pablo VI fue una de las más significativas del periodo conciliar. Era la imagen de comunión en la comunión eucarística. Hoy, cuando faltan pocos años para cumplirse cincuenta años de aquel documento, es cada vez mayor el miedo a la vuelta atrás en esta reforma, pese a que Roma ha señalado, por boca del secretario de Estado, cardenal Tarcisio Bertone, que todo lo relacionado con el rito extraordinario de la Misa no afecta en nada al espíritu del Concilio.
El Motu Proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI sobre el uso de la liturgia anterior a la reforma de 1970 ha levantado polvareda. “Pese a que hubo una carta aclaratoria del Papa a todos los obispos, sin embargo, tememos que lo que nació con un deseo de unidad e integración se convierta, como de hecho está sucediendo, en causa de división, y que lo que nació como una concesión pastoral, se vuelva norma”, indica un profesor de Liturgia de un destacado centro teológico español. El Papa pretendió aplacar los ánimos, pero a más de dos años de su publicación, cabe preguntarse si ello se ha conseguido; más aún: un problema real que ahora se plantea es la coexistencia de dos formas en el único rito romano.
El documento papal ha tenido una consecuencia ciertamente no buscada: el endurecimiento de las dos posturas enfrentadas. Ante ello cabe una pregunta: si no hay contradicción ni ruptura entre ambas ediciones del Misal, ¿no podía haberse evitado esta polémica? El cardenal Bertone anunció la publicación de una Instrucción destinada a clarificar algunos puntos, aquéllos precisamente por los que, mientras tanto, discuten con mayor o menor acaloramiento párrocos, obispos y “partidarios de la Tradición” en las Iglesias locales. Hasta la fecha no se ha publicado y hay quien duda de su posible publicación.
El Papa reconoce en la carta que promulgó el 7 de julio de 2007 que, tras la reforma de Pablo VI, un significativo grupo de fieles había quedado fuertemente ligado al rito romano en su forma anterior al Vaticano II. Juan Pablo II, con el Indulto Quattuor abhinc annos, de 1984, y el Motu Proprio Ecclesia Dei, de 1988, dio un cuadro normativo para permitir el uso del Misal de 1962, aunque sin detallar prescripciones, apelando a la “generosidad” de los obispos ante las “justas aspiraciones” de los fieles que solicitaban este uso del rito romano precedente. Constatando, después, que no sólo los ancianos, sino también los jóvenes, descubrían en aquélla una forma celebrativa particularmente adecuada a ellos, Benedicto XVI, con su Motu Proprio, deseaba “ofrecer un reglamento jurídico más claro”.
La cuestión que ahora ha hecho crecer la preocupación en no pocos ambiente de la Iglesia es si, teniendo en cuenta la historia de la liturgia, de la teología y del derecho canónico, y todos los aspectos prácticos de la pastoral, “este Motu Proprio afronta la cuestión del mejor modo posible, o si, por el contrario, pudiera ser preferible otro camino”, afirma la misma fuente, para quien, “en buena lógica, para comenzar una seria reflexión hace falta preguntarse, antes que nada, por qué, en el documento papal, se cualifica el rito tridentino como ‘forma extraordinaria del rito romano’. Tal designación no tiene precedente en la historia litúrgica de la Iglesia y se funda sobre la presunción, ciertamente discutible, de que la publicación de los libros litúrgicos mandados por el Concilio Vaticano II no abrogó el uso del rito tridentino”.
Desde 1970, año de la promulgación del Misal de Pablo VI, hasta 1984, año del indulto por el cual la Congregación para el Culto Divino le concedía a un obispo local la facultad para autorizar celebraciones según el antiguo rito, se ha venido considerando que el Misal tridentino había sido revocado. En el año 1988, la carta apostólica Ecclesia Dei adflicta de Juan Pablo II “exhortó a los obispos a utilizar ampliamente y generosamente esta facultad”, ya permitida por el indulto de 1984. Una vez más, comenta el liturgista, “subrayo que el uso del antiguo rito era una concesión pastoral a las personas incapaces de adaptarse al nuevo rito, pero a condición expresa de que esta concesión no fuera interpretada como la desestimación del Vaticano II o de la validez de su reforma litúrgica. La utilización del antiguo rito jamás fue presentada en estos dos documentos como una ‘norma’”.
Uno de los objetivos del Motu Proprio de Benedicto XVI y de su carta aclaratoria es el de “restaurar la paz y la unidad en la Iglesia”. Ya hemos visto que se estudia alguna acción parecida con la confesión anglicana. “Todos desearíamos que se llevase a término el noble propósito del Papa también en el campo litúrgico. La historia reciente nos ha situado ante una laceración del tejido eclesial provocada por la no aceptación de una determinada orientación conciliar y, en particular, de algunos documentos del Vaticano II”, señala la misma fuente. Y añade: “La liturgia es la víctima de algo más profundo y radical, como puede ser la aceptación o no de una línea de acción pastoral y, antes aun, de una visión eclesial tal como emerge de los documentos votados en un Concilio ecuménico”.
Con este Motu Proprio, el Papa considera su deber ayudar a todos los fieles a vivir la Eucaristía de la manera “más digna y consciente –recalcaba el portavoz vaticano, el P. Federico Lombardi–, ya sea con la forma del rito romano renovado o –por motivos de formación, cultura o experiencia personal– para algunos más fá- cilmente con la forma más antigua del rito”. Según el religioso jesuita, con ese texto, Benedicto XVI “no pretende realizar revolución alguna respecto al actual uso litúrgico renovado por el Concilio, que continuará siguiendo la gran mayoría de los fieles; no impone ninguna marcha atrás”.
Es cierto que el problema afecta sólo a algunos grupos, y la mayor parte de los fieles que frecuentan las parroquias regularmente son totalmente ajenos a él. Lo que puede llegar a ser problemático es, precisamente, el modo de afrontar la cuestión con personas particulares o grupos determinados. Mientras que con el Indulto de Juan Pablo II el único referente era el obispo, ahora la situación se ha desplazado hacia la responsabilidad del pá- rroco, con unas consecuencias que no son del todo previsibles. Y aquí, de nuevo, conviene no olvidar que la cuestión no es sólo, como muchos superficialmente pueden pensar, celebrar en latín, sino que “hay algo más y más grave, como es la aceptación del Vaticano II”, indica el profesor.
Tanto el Motu Proprio como la Carta a los Obispos que lo acompaña consideran la “forma ordinaria” del rito romano y la reconocen como el fruto del deseo conciliar de renovación del culto divino y su adaptación a las necesidades del hombre de hoy. Se afirma también que posee una “riqueza espiritual y profundidad teológica” que se pone de manifiesto cuando se celebra “con reverencia y fidelidad a las prescripciones”. A ello hay que añadir el principio según el cual “no hay ninguna contradicción entre ambas ediciones del Missale Romanum. En la historia de la Liturgia hay crecimiento y progreso, no ruptura”. Subyace aquí, según la fuente consultada por Vida Nueva, ese continuo deseo de evolución en la doctrina de la Iglesia.
La tendencia hoy es a “seguir trabajando para que los cristianos hagan de la participación litúrgica la fuente de su vida espiritual; es el deseo más profundo de la reforma posconciliar: que, desde el presidente de la celebración hasta el último de los bautizados, la Misa sea entendida, y vivida, como un acontecimiento en el que los creyentes participen activamente uniéndose al ofrecimiento de Cristo”, indica el liturgista. La participación es una cuestión clave. El verbo participar aparece una treintena de veces en la Sacrosanctum Concilium.
No se trata, como puede verse, de un mero problema lingüístico –en latín o en lengua vernácula–; en realidad, de lo que se trata es de una cuestión pastoral, teológica, cultural, de relación con el mundo y el hombre de hoy. “Detrás del Misal de san Pío V subyace una teología según la cual el actor del culto divino es exclusivamente el sacerdote, subyace el antijudaísmo, una visión del mundo superada, una Iglesia que se considera única depositaria de la verdad… Sin embargo, en el trasfondo del Misal querido por el Concilio Vaticano II y promulgado por Pablo VI –también a costa del caro precio de la ruptura con los seguidores de monseñor Marcel Lefebvre– se encuentra el pueblo de Dios, que es el sujeto celebrante, se encuentra la Iglesia ‘en el mundo’, se halla el pueblo judío como ‘hermano mayor’, late la apertura ecuménica, palpita la fe que nace de la Palabra… Algo, ciertamente, más profundo que un mero cambio de lengua…”, señala un delegado de Liturgia de una importante diócesis española. “En el fondo, se trata de dos formas muy distantes de comprender a Dios, la Iglesia, el mundo, el hombre, las relaciones sociales, la libertad religiosa y de conciencia… En estos más de cuarenta años de posconcilio, la actuación de la reforma litúrgica –a excepción de los abusos siempre condenables– ha nutrido y se ha nutrido, a su vez, de esta autoconciencia evangélica de la Iglesia”, reflexiona la misma fuente.
Una pregunta queda en el aire: ¿cómo interpretar la posibilidad abierta del uso de aquello que el Concilio mismo pidió que se cambiase?
EL MISAL DE PABLO VI ES MÁS RICO
Pablo VI tenía la intención de reemplazar el Misal precedente y quería restaurar la liturgia restableciendo ciertos ritos “según la antigua norma de los Padres” (Introducción general al Misal romano de 1970). Cuatro siglos antes, los artesanos del Misal de san Pío V (de 1570) no pudieron hacer otro tanto, pues no disponían de los recursos históricos necesarios. Eran incapaces de consultar los manuscritos anteriores al pontificado de Inocencio III, hacia 1216. El resultado es que el Misal del Concilio de Trento es un híbrido de elementos medievales franco-germánicos que han sido añadidos a un núcleo romano de finales del s. VI. Por eso, el nuevo Misal de Pablo VI está más cerca de “la antigua norma de los Padres” que el Misal de san Pío V. El artículo 6 del Preámbulo de la Ordenación general del Misal Romano de Pablo VI presupone que había algo incompleto en el antiguo Misal, porque afirma que “el antiguo Misal romano [el de Pío V] era perfeccionado con el nuevo [el de Pablo VI]”.
El profesor Crispino Valenziano, y con él muchos historiadores, ha afirmado repetidamente que son necesarios, al menos, setenta años para llevar a término o asumir una reforma: lo requiere una ley antropológica. Teniendo esto en cuenta, el Motu Proprio Summorum Pontificum (SP) representa, en cierto modo, una intervención a lo largo de un proceso que, reconociendo sus ambigüedades, abusos e incoherencias, necesita aún más tiempo para purificarse, madurar y producir los frutos esperados.
El problema, según la fuente consultada, quizá pueda estar no en el documento papal, sino en el “impacto” que su publicación produjo en algunos ambientes “insaciables” (adjetivo utilizado por el cardenal Castrillón), que hacen de él un uso inadecuado. Para ellos, el SP se ha convertido en la clave de lectura (ciertamente partidista) de la reforma litúrgica y de la misma Sacrosanctum Concilium, cosa absolutamente extraña tanto a la letra como a las intenciones del documento pontificio. Los partidarios del Vetus Ordo realizan con frecuencia, y gustosamente, una hermenéutica de la discontinuidad contraponiendo el Misal de 1970 y el de 1962; defienden el valor “tradicional” del Misal usado antes del Concilio frente al Misal “manipulado” fruto de la reforma posconciliar. Sorprende cómo, con este comportamiento, asumen, superándolo incluso, el mismo que critican en los otros…
Para ellos, el Misal de Pablo VI sobrepasa ampliamente la Sacrosanctum Concilium, traicionando su letra y su espíritu: el Misal de Pablo VI (o, como despectivamente afirman, de Bugnini) desvirtúa el mandato del Concilio al realizar cambios en el rito de la Misa que aquél no había previsto, querido, ni sugerido; en consecuencia, es un Misal en discontinuidad con la plurisecular tradición de la Iglesia romana; oscurece el sentido de lo sagrado; banaliza la liturgia; devalúa la dimensión sacrificial de la Misa; genera confusión entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común –bautismal– de los fieles; todo lo que indicaba orientación hacia Dios se ha cambiado, tanto en las oraciones como en los gestos; los abusos y la creatividad mal entendida son el fruto natural de este Misal; en él, se pueden hallar peligrosos influjos protestantes; algunos llegan a calificarlo como la expresión de una “nueva fe” inaugurada por el Vaticano II, o más exactamente, por su “espíritu”.
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