(Comentario a Lc. 15, 1-32)
El gesto más provocativo
y escandaloso de Jesús fue, sin duda, su forma de acoger con simpatía especial
a pecadoras y pecadores, excluidos por los dirigentes religiosos y marcados
socialmente por su conducta al margen de la Ley. Lo que más irritaba era su
costumbre de comer amistosamente con ellos.
De ordinario, olvidamos
que Jesús creó una situación sorprendente en la sociedad de su tiempo. Los
pecadores no huyen de él. Al contrario, se sienten atraídos por su persona y su
mensaje. Lucas nos dice que “los pecadores y publicanos solían acercarse a
Jesús para escucharle”. Al parecer, encuentran en él una acogida y
comprensión que no encuentran en ninguna otra parte.
Mientras tanto, los
sectores fariseos y los doctores de la Ley, los hombres de mayor prestigio
moral y religioso ante el pueblo, solo saben criticar escandalizados el
comportamiento de Jesús: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”.
¿Cómo puede un hombre de Dios comer en la misma mesa con aquella gente pecadora
e indeseable?
Jesús nunca hizo caso de
sus críticas. Sabía que Dios no es el Juez severo y riguroso del que hablaban
con tanta seguridad aquellos maestros que ocupaban los primeros asientos en las
sinagogas. El conoce bien el corazón del Padre. Dios entiende a los pecadores;
ofrece su perdón a todos; no excluye a nadie; lo perdona todo. Nadie ha de
oscurecer y desfigurar su perdón insondable y gratuito.
Por eso, Jesús les ofrece
su comprensión y su amistad. Aquellas prostitutas y recaudadores han de sentirse
acogidos por Dios. Es lo primero. Nada tienen que temer. Pueden sentarse a su
mesa, pueden beber vino y cantar cánticos junto a Jesús. Su acogida los va
curando por dentro. Los libera de la vergüenza y la humillación. Les devuelve
la alegría de vivir.
Jesús los acoge tal como
son, sin exigirles previamente nada. Les va contagiando su paz y su confianza
en Dios, sin estar seguro de que responderán cambiando de conducta. Lo hace
confiando totalmente en la misericordia de Dios que ya los está esperando con los
brazos abiertos, como un padre bueno que corre al encuentro de su hijo perdido.
La primera tarea de una
Iglesia fiel a Jesús no es condenar a los pecadores sino comprenderlos y
acogerlos amistosamente. En Roma pude comprobar hace unos meses que, siempre
que el Papa Francisco insistía en que Dios perdona siempre, perdona todo,
perdona a todos..., la gente aplaudía con entusiasmo. Seguramente es lo que
mucha gente de fe pequeña y vacilante necesita escuchar hoy con claridad de la
Iglesia.
José Antonio Pagola
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