(Comentario a Lc. 16, 19-31)
Según Lucas, cuando Jesús
gritó “no podéis servir a Dios y al dinero”, algunos fariseos que le estaban
oyendo y eran amigos del dinero “se reían de él”. Jesús no se echa atrás. Al
poco tiempo, narra una parábola desgarradora para que los que viven esclavos de
la riqueza abran los ojos.
Jesús describe en pocas
palabras una situación sangrante. Un hombre rico y un mendigo pobre que viven
próximos el uno del otro, están separados por el abismo que hay entre la vida
de opulencia insultante del rico y la miseria extrema del pobre.
El relato describe a los
dos personajes destacando fuertemente el contraste entre ambos. El rico va
vestido de púrpura y de lino finísimo, el cuerpo del pobre está cubierto de
llagas. El rico banquetea espléndidamente no solo los días de fiesta sino a
diario, el pobre está tirado en su portal, sin poder llevarse a la boca lo que
cae de la mesa del rico. Sólo se acercan a lamer sus llagas los perros que
vienen a buscar algo en la basura.
No se habla en ningún
momento de que el rico ha explotado al pobre o que lo ha maltratado o
despreciado. Se diría que no ha hecho nada malo. Sin embargo, su vida entera es
inhumana, pues solo vive para su propio bienestar. Su corazón es de piedra.
Ignora totalmente al pobre. Lo tiene delante pero no lo ve. Está ahí mismo,
enfermo, hambriento y abandonado, pero no es capaz de cruzar la puerta para
hacerse cargo de él.
No nos engañemos. Jesús
no está denunciando solo la situación de la Galilea de los años treinta. Está
tratando de sacudir la conciencia de quienes nos hemos acostumbrado a vivir en
la abundancia teniendo junto a nuestro portal, a unas horas de vuelo, a pueblos
enteros viviendo y muriendo en la miseria más absoluta.
Es inhumano encerrarnos
en nuestra “sociedad del bienestar” ignorando totalmente esa otra “sociedad del
malestar”. Es cruel seguir alimentando esa “secreta ilusión de inocencia” que
nos permite vivir con la conciencia tranquila pensando que la culpa es de todos
y es de nadie.
Nuestra primera tarea es
romper la indiferencia. Resistirnos a seguir disfrutando de un bienestar vacío
de compasión. No continuar aislándonos mentalmente para desplazar la miseria y
el hambre que hay en el mundo hacia una lejanía abstracta, para poder así vivir
sin oír ningún clamor, gemido o llanto.
El Evangelio nos puede
ayudar a vivir vigilantes, sin volvernos cada vez más insensibles a los
sufrimientos de los abandonados, sin perder el sentido de la responsabilidad
fraterna y sin permanecer pasivos cuando podemos actuar.
José Antonio Pagola
No hay comentarios:
Publicar un comentario