(Reflexión a Lc. 22, 14-23,56)
Detenido por las fuerzas de seguridad del Templo, Jesús no
tiene ya duda alguna: el Padre no ha escuchado sus deseos de seguir viviendo;
sus discípulos huyen buscando su propia seguridad. Está solo. Sus proyectos se
desvanecen. Le espera la ejecución.
El silencio de Jesús durante sus últimas horas es
sobrecogedor. Sin embargo, los evangelistas han recogido algunas palabras suyas
en la cruz. Son muy breves, pero a las primeras generaciones cristianas les
ayudaban a recordar con amor y agradecimiento a Jesús crucificado.
Lucas ha recogido las que dice mientras está siendo
crucificado. Entre estremecimientos y gritos de dolor, logra pronunciar unas
palabras que descubren lo que hay en su corazón: "Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen". Así es Jesús. Ha pedido a los suyos
"amar a sus enemigos" y "rogar por sus perseguidores".
Ahora es él mismo quien muere perdonando. Convierte su crucifixión en perdón.
Esta petición al Padre por los que lo están crucificando es,
ante todo, un gesto sublime de compasión y de confianza en el perdón insondable
de Dios. Esta es la gran herencia de Jesús a la Humanidad: No desconfiéis nunca
de Dios. Su misericordia no tiene fin.
Marcos recoge un grito dramático del crucificado: "¡Dios
mío. Dios mío! ¿por qué me has abandonado?". Estas palabras
pronunciadas en medio de la soledad y el abandono más total, son de una
sinceridad abrumadora. Jesús siente que su Padre querido lo está abandonando.
¿Por qué? Jesús se queja de su silencio. ¿Dónde está? ¿Por qué se calla?
Este grito de Jesús, identificado con todas las víctimas de la
historia, pidiendo a Dios alguna explicación a tanta injusticia, abandono y
sufrimiento, queda en labios del crucificado reclamando una respuesta de Dios
más allá de la muerte: Dios nuestro, ¿por qué nos abandonas? ¿no vas a
responder nunca a los gritos y quejidos de los inocentes?
Lucas recoge una última palabra de Jesús. A pesar de su
angustia mortal, Jesús mantiene hasta el final su confianza en el Padre. Sus
palabras son ahora casi un susurro: "Padre, a tus manos encomiendo mi
espíritu". Nada ni nadie lo ha podido separar de él. El Padre ha
estado animando con su espíritu toda su vida. Terminada su misión, Jesús lo
deja todo en sus manos. El Padre romperá su silencio y lo resucitará.
Esta semana santa, vamos a celebrar en nuestras comunidades
cristianas la Pasión y la Muerte del Señor. También podremos meditar en
silencio ante Jesús crucificado ahondando en las palabras que él mismo
pronunció durante su agonía.
José Antonio Pagola
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