Por José Arregui
Querido hermano Francisco:
Me alegré como un niño
cuando supe que Ud., un jesuita hecho y derecho, había adoptado ese nombre:
Francisco. ¡Perfecta combinación!, me dije. Si ha de haber reformas profundas
en la Iglesia y el papado –y salta a la vista que ha de haberlas–, aquí tenemos
el hombre y el nombre.
Francisco de Asís: humilde
y libre, manso y subversivo, y siempre el menor. Ignacio de Loyola: lleno de
luz en la mente y de lágrimas en los ojos, maestro y director de almas y de
obras, y siempre peregrino. Ambos amaron a Jesús con inmensa ternura y
quisieron vivir como él: sin nada y con todos. A tres siglos de distancia –en
el umbral del Renacimiento Francisco, en el umbral de la Modernidad Ignacio–,
ambos soñaron con que la Iglesia volviera a Jesús, con que aquel imponente
aparato de poder y de riqueza erigido en torno a Roma se despojara, se desarmara,
se humanizara, se evangelizara, y pudiera ofrecer de nuevo el consuelo y la
liberación de Jesús. No sucedió. A Francisco le organizaron una gran Orden, y a
Ignacio le utilizaron para la Contrarreforma, y su sueño no pudo ser. Pero
sigue en pie, y es más urgente que nunca.
Ud. conoce bien la historia
del Poverello que tanto inspiró a Iñigo de Loyola, mientras se reponía de las
heridas de su cuerpo y de su espíritu. También Francisco estaba herido y
buscaba, y le gustaba retirarse en la penumbra de la capillita semiderruida de
San Damián, fuera de la ciudad de Asís, amurallada con sus iglesias y
mercaderes. Una tarde, le pareció que los labios de Jesús crucificado le
hablaban dulcemente y le decían: "Francisco, repara mi Iglesia, que
amenaza ruina". Y salió contento a mendigar piedras y cuidar leprosos.
Me traslado al atardecer
del pasado miércoles día 13, en el momento en que dos tercios de los cardenales
reunidos en la suntuosa Capilla Sixtina le acababan de elegir papa. No alcanzo
a imaginar a Jesús de Nazaret, el profeta compasivo y sanador, itinerante y
libre, en medio de aquel Cónclave solemne, entre sotanas negras y fajas
púrpura, y afuera 5.000 periodistas expectantes y el gentío en la plaza de San
Pedro, y la chimenea y las fumatas y las agencias frenéticas del mundo llenando
de imágenes y de palabras vacías el vacío espiritual que padecemos. Y me acude
a la mente la imagen de otra escena en el atrio del templo de Jerusalén: el
látigo profético, las mesas volcadas, las palomas y los corderos sueltos,
libres del sacrificio, libres para volar y vivir.
Pero vuelvo a la Sixtina y
le imagino a Ud., humilde y decidido, ajeno al boato y al show, escuchar de
labios de Jesús la misma palabra dulce y exigente que le habló al joven soñador
de Asís: "Francisco, repara mi Iglesia, que amenaza ruina. Pero no te
empeñes en recuperar las ruinas. Déjalas perderse, y construye algo nuevo, lo
que yo soñé: un templo sin piedras, un templo de vida sin torres de poder ni
muros sagrados, un templo de corazones libres y buenos".
Querido hermano Francisco,
sus primeros gestos nos han conmovido. Nos ha pedido la bendición y le
bendecimos de todo corazón. Pero permítame decirle: ni los gestos personales ni
las reformas curiales bastarán. La figura y el sistema del papado es el
problema. Deje que las ruinas de una Iglesia del pasado se arruinen del todo.
Deje que caiga la enorme cúpula del poder absoluto construido contra el
evangelio. Cuanto más tiempo deje pasar, será peor para la Iglesia y para
quienes esperan de ella la buena noticia y la presencia de Jesús. Declare
solemnemente que no hay otra herejía que la falta de paz y de piedad. Y ponga
otra base para construir otra Iglesia plural y tolerante, otra Iglesia
democrática desde abajo, desde el Espíritu que sopla donde quiere y en todos.
No sea que todo siga dependiendo de un papa que nunca sabemos de quién depende,
y dentro de pocos años volvamos a otro Cónclave para que, en el fondo, todo
siga igual que en tiempos de san Francisco y san Ignacio.
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