Por Enrique Martínez Lozano
Mc 07, 01-23
Había
una vez un monasterio en el que se respetaba el silencio escrupulosamente. Pero
cada día, justo a las seis de la tarde, cuando los monjes iniciaban el rezo de
Vísperas, aparecía un gato por la puerta de la iglesia, maullando fuertemente.
Ante
la insistencia e intensidad de los maullidos, el abad tomó una decisión: pidió
a un hermano que, de seis a siete de la tarde, atara al gato en un pilar que
había a la entrada del monasterio, lejos de la capilla donde ellos rezaban. Y
así lo hacía el hermano cada tarde.
Pero
pasó el tiempo. El abad falleció y vino a sustituirle un monje de otro convento
lejano, que pronto advirtió lo que cada tarde se hacía con el gato.
Meses
después falleció el gato. Inmediatamente, el nuevo abad llamó al hermano y le
dijo: "Compre cuanto antes otro gato para atarlo cada tarde de seis a
siete en la columna de la entrada".
Este
antiguo cuento muestra una tendencia bastante habitual en el comportamiento
humano. Empezamos haciendo algo porque resulta útil, pero pronto absolutizamos
esa acción, convirtiéndola en un rito al que atribuimos valor por sí mismo, al
margen de su utilidad.
Cuando
eso se produce, pareciera como si el único motivo para mantener una acción o un
comportamiento fuera que "siempre se ha hecho así".
Si,
además, a ese comportamiento se le ha otorgado un carácter
"religioso", se añade otra razón poderosa para perpetuarlo. Y si,
finalmente, la autoridad se arroga el poder de controlarlo y de vigilar su
cumplimiento, tenemos todos los ingredientes, tanto para el inmovilismo como
para situar la acción prescrita por encima incluso del valor o del bien de la
persona.
Todo
esto queda de manifiesto en el relato evangélico que leemos hoy. Los fariseos y
doctores de la ley vigilaban rigurosamente el cumplimiento de las normas
rituales; entre ellas, la de lavarse las manos antes de comer.
Probablemente,
tal norma hubiera nacido como una medida de prevención higiénica. El error se
produce cuando se absolutiza y se termina declarando "impuras"
(religiosamente) a las personas que la incumplen.
De
ese modo, lo que podía ser una prescripción saludable –también hoy los padres
recuerdan a sus hijos la necesidad de lavarse las manos antes de comer- se
terminó convirtiendo en un arma de poder y en un pretexto gravemente
discriminatorio.
Pretextos
de ese tipo se han utilizado (se utilizan) con frecuencia en la sociedad para
estigmatizar a determinadas personas y colectivos. Y la autoridad, religiosa o
civil, se ha convertido en "policía de las conciencias", acusando,
condenando o incluso eliminando a quienes se salían de la norma prescrita.
Cuando
todo eso se producía en el ámbito de la religión, la autoridad apelaba
rápidamente al mandamiento divino, para otorgar mayor fuerza a sus pretensiones.
En este caso, debía actuarse de una determinada manera, no solo porque
"siempre se ha hecho así", sino porque "Dios lo ordena".
De
este modo, la autoridad religiosa hacía a Dios cómplice de su propia actitud,
con dos graves consecuencias. Por un lado, se estimulaba una actitud
típicamente farisea, inflando el orgullo de los observantes de la norma. Por
otro, generaba ateísmo en aquellas mentes lúcidas que se negaban a tomar como
absoluta una norma que en ningún caso lo era.
De
hecho, cada vez que la autoridad invoca el nombre de Dios para justificar sus
decisiones, propias o recibidas, no hace sino "tomar el nombre de Dios en
vano", reduciendo el Misterio a un ídolo, superpolicía moral del universo,
que no puede sino provocar rechazo. No es extraño que el recurso fácil a la
"voluntad de Dios" haya sido visto como "el asilo de la
ignorancia" (B. Spinoza, Ética I, Apéndice, Alianza editorial, Madrid
2011, p.114) y "del antropomorfismo" (A. Comte-Sponville, El alma del
ateísmo, Paidós, Barcelona 2006, p.115).
Una
vez más, frente a las trampas de la religión, la actitud de Jesús es
inequívoca. Hasta el punto que cuesta entender cómo hay personas que profesan
ser seguidores suyos y siguen absolutizando normas, ritos, creencias..., por
encima del bien de las personas, a las que no dudan en anatematizar y
descalificar del modo más furibundo.
Las
palabras de Jesús –que toma de Isaías, otro gran profeta de su pueblo- apuntan
directamente hacia el corazón: "Este pueblo me honra con los labios, pero
su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina
que enseñan son preceptos humanos".
Tales
palabras parece que tendrían que convertirse, para la persona religiosa, en un
interrogante siempre actual: ¿Dónde creo encontrar a Dios? ¿En las normas, en
los ritos, en las creencias... o en el corazón? Es indudable que el
comportamiento personal será radicalmente distinto, si hemos identificado a
Dios con nuestras creencias o si lo experimentamos en lo profundo de nuestro
ser. En el primer caso, habrá fanatismo; en el segundo, respeto y amor.
La
tendencia humana a absolutizar las palabras que empleamos suele jugarnos muy
malas pasadas. Así, suele darse el caso de que basta que una persona nombre a
"Dios", para creer que ya actúa desde Él. Se ha sustituido la
experiencia personal –siempre transformante- por un sonido verbal que, en no
pocos casos, no es sino un "flatus vocis", pura palabra vacía.
"Nadie
se emborracha con la palabra vino", nos han repetido los místicos sufíes.
Y nadie se transforma por el hecho de repetir constantemente la palabra
"dios".
Lo
decisivo, como recordaba Jesús, es el "lugar" donde vivimos a Dios;
es decir, la experiencia inmediata y directa de percibirnos en conexión con el
Misterio que habita todos los seres y que, por eso mismo, se es capaz de
reconocerlo en cada uno de ellos, tal como se reconoce en uno mismo.
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