miércoles, 7 de agosto de 2013

En desacuerdo con el Papa


La ordenación de mujeres. No se trata de un dogma de fe.
Con optimismo tal vez desmesurado, llegué a pensar que precisamente al Papa Francisco le tuviera reservado la Divina Providencia el atrevimiento reparador de pedirle perdón a la humanidad por el comportamiento discriminatorio que la Iglesia mantuvo y mantiene en relación con la mujer.
Pero, tal y como reflejan recientes declaraciones, el nuevo Obispo de Roma opta por suscribir el aserto de Karl Rhaner, el teólogo más importante de los últimos tiempos, al reconocer con desesperanza que "la ordenación sacerdotal de la mujer en la Iglesia católica es cuestión de siglos". Al ser preguntada el Papa acerca del tema, se manifestó de la siguiente manera : "La Iglesia ha hablado ya y ha dicho que no. Así lo suscribió Juan Pablo II con fórmula definitiva. Esta puerta, por tanto, está ya cerrada. La Virgen María era, y es, más importante que los Apóstoles, los obispos, diáconos y sacerdotes. No obstante, reconozco que sigue faltando una explicación- reflexión teológica más profunda".
Sin necesidad de pedir disculpas por pensar de manera distinta, pero siempre con humildad y respeto, creo legítimamente cristiano manifestar mi desacuerdo, coincidente en este caso con el de tantos miembros de la Iglesia, con inclusión de teólogos, biblistas y pastoralistas.
Precisamente la reiterativa catequesis del Papa Francisco de que "la Iglesia es femenina, esposa y madre, que no puede entenderse sin la mujer que le confiere fecundidad", había estimulado a muchos y a muchas a acariciar la posibilidad de que la consagración sacerdotal de la mujer estaba cercana, inaplazable y hasta inminente, por lo que los pasos hacia su consecución se aligerarían en la actualidad con la presencia y actividad del "Papa renovador por la gracia de Dios".
Los católicos, con predilecta mención para las mujeres, estamos adoctrinados y convencidos del relieve tan singular y del puesto sagrado que en la teología de la salvación se le asigna a la Virgen., Madre de Dios. Pero aquí no se trata ahora de eso. Se trata de que, reconociendo con gratitud, devoción, alegría, dogma, piedad y religiosidad popular, los privilegios tan excepcionales de la Virgen, las mujeres sigan estando terminantemente imposibilitadas para la ordenación sacerdotal, si alguna se siente vocacionada y capacitada para el ministerio.
Los argumentos bíblicos y teológicos que se aportan no convencen a muchos. Convencen a más los contra-argumentos. Y no se trata de un dogma de fe, o algo similar. Es cuestión de cánones y de disciplina eclesiástica. Es decir, de la curia. El diagnóstico de una buena parte del pueblo de Dios y que quienes sociológicamente manifiestan interés por el tema, lo formulan como el penúltimo signo del discriminador machismo "religioso" que pervive en la Iglesia, siempre jerárquicamente al resguardo de hipotéticas "invasiones" de pecatrices.
Extraña de modo inefable que, tan sensibilizado el Papa Francisco con las aspiraciones del pueblo más pueblo y más marginado, como es el colectivo femenino, no haya ya roto esquemas añejos que imposibilitan el rejuvenecimiento de la Iglesia, al ausentara a las mujeres de los órganos de dirección en la institución eclesiástica. Repudiar a la mujer de la religión equivale a anquilosar esta a perpetuidad. Establecer alianza con ella, le aporta dosis de incuestionable perennidad. La mujer, por mujer, es siempre, y en todo, más joven que el hombre, por hombre.
No es pastoralmente rentable olvidar que todo intento de programar y poner en práctica el ecumenismo, pasará necesariamente por el asentimiento y promoción del sacerdocio de la mujer, haciendo uso consagrado de los términos "pastoras" y "obispas". Así lo demandan las demás Iglesias cristianas, con excepción de las consideradas fervorosa e intransigentemente conservadoras.
Cuente el Papa Francisco con los rezos de hombres y mujeres para que teólogos, historiadores y canonistas profundicen en los evangelios, en el Libro de los Hechos de los Apóstoles y en la vida y vivencias de las primitivas comunidades cristianas, en las que hombres y mujeres participaban con derechos y deberes idénticos.

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