(Reflexión
a Jn. 16, 12-15)
A lo
largo de los siglos, los teólogos se han esforzado por investigar el misterio
de Dios ahondando conceptualmente en su naturaleza y exponiendo sus
conclusiones con diferentes lenguajes. Pero, con frecuencia, nuestras palabras
esconden su misterio más que revelarlo. Jesús no habla mucho de Dios. Nos
ofrece sencillamente su experiencia.
A Dios
Jesús lo llama “Padre” y lo experimenta como un misterio de bondad. Lo
vive como una Presencia buena que bendice la vida y atrae a sus hijos e hijas a
luchar contra lo que hace daño al ser humano. Para él, ese misterio último de
la realidad que los creyentes llamamos “Dios” es una Presencia cercana y
amistosa que está abriéndose camino en el mundo para construir, con nosotros y
junto a nosotros, una vida más humana.
Jesús
no separa nunca a ese Padre de su proyecto de transformar el mundo. No puede
pensar en él como alguien encerrado en su misterio insondable, de espaldas al
sufrimiento de sus hijos e hijas. Por eso, pide a sus seguidores abrirse al
misterio de ese Dios, creer en la Buena Noticia de su proyecto, unirnos a él
para trabajar por un mundo más justo y dichoso para todos, y buscar siempre que
su justicia, su verdad y su paz reinen cada vez más en entre nosotros.
Por
otra parte, Jesús se experimenta a sí mismo como “Hijo” de ese Dios,
nacido para impulsar en la tierra el proyecto humanizador del Padre y para
llevarlo a su plenitud definitiva por encima incluso de la muerte. Por eso,
busca en todo momento lo que quiere el Padre. Su fidelidad a él lo conduce a
buscar siempre el bien de sus hijos e hijas. Su pasión por Dios se traduce en
compasión por todos los que sufren.
Por
eso, la existencia entera de Jesús, el Hijo de Dios, consiste en curar la vida
y aliviar el sufrimiento, defender a las víctimas y reclamar para ellas
justicia, sembrar gestos de bondad, y ofrecer a todos la misericordia y el
perdón gratuito de Dios: la salvación que viene del Padre.
Por
último, Jesús actúa siempre impulsado por el “Espíritu” de Dios. Es el
amor del Padre el que lo envía a anunciar a los pobres la Buena Noticia de su
proyecto salvador. Es el aliento de Dios el que lo mueve a curar la vida. Es su
fuerza salvadora la que se manifiesta en toda su trayectoria profética.
Este
Espíritu no se apagará en el mundo cuando Jesús se ausente. Él mismo lo promete
así a sus discípulos. La fuerza del Espíritu los hará testigos de Jesús, Hijo
de Dios, y colaboradores del proyecto salvador del Padre. Así vivimos los
cristianos prácticamente el misterio de la Trinidad.
José
Antonio Pagola
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