Por Hans Kung
(El
Pais)
Jorge Bergoglio ha despertado la esperanza de que otra
Iglesia católica es posible. Su estilo al asumir el pontificado, su lenguaje y
su decisión de hacerse llamar Francisco remiten a la pobreza, humildad y
sencillez que predicaba Francisco de Asís
¿Quién
lo iba a pensar? Cuando tomé la pronta decisión de renunciar a mis cargos
honoríficos en mi 85º cumpleaños, supuse que el sueño que llevaba albergando
durante décadas de volver a presenciar un cambio profundo en nuestra Iglesia
como con Juan XXIII nunca llegaría a cumplirse en lo que me quedaba de vida.
Y,
mira por dónde, he visto cómo mi antiguo compañero teológico Joseph Ratzinger
—ambos tenemos ahora 85 años— dimitía de pronto de su cargo papal, y
precisamente el 19 de marzo de 2013, el día de su santo y mi cumpleaños, pasó a
ocupar su puesto un nuevo Papa con el sorprendente nombre de Francisco.
¿Habrá
reflexionado Jorge Mario Bergoglio acerca de por qué ningún papa se había
atrevido hasta ahora a elegir el nombre de Francisco? En cualquier caso, el
argentino era consciente de que con el nombre de Francisco se estaba vinculando
con Francisco de Asís, el universalmente conocido disidente del siglo XIII, el otrora
vivaracho y mundano vástago de un rico comerciante textil de Asís que, a la
edad de 24 años, renunció a su familia, a la riqueza y a su carrera e incluso
devolvió a su padre sus lujosos ropajes.
Resulta
sorprendente que el papa Francisco haya optado por un nuevo estilo desde el
momento en el que asumió el cargo: a diferencia de su predecesor, no quiso ni
la mitra con oro y piedras preciosas, ni la muceta púrpura orlada con armiño,
ni los zapatos y el sombrero rojos a medida ni el pomposo trono con la tiara.
Igual de sorprendente resulta que el nuevo Papa rehúya conscientemente los
gestos patéticos y la retórica pretenciosa y que hable en la lengua del pueblo,
tal y como pueden practicar su profesión los predicadores laicos, prohibidos
por los papas tanto por aquel entonces como actualmente. Y, por último, resulta
sorprendente que el nuevo Papa haga hincapié en su humanidad: solicita el ruego
del pueblo antes de que él mismo lo bendiga; paga la cuenta de su hotel como
cualquier persona; confraterniza con los cardenales en el autobús, en la
residencia común, en su despedida oficial; y lava los pies a jóvenes reclusos
(también a mujeres, e incluso a una musulmana). Es un Papa que demuestra que,
como ser humano, tiene los pies en la tierra.
Todo
eso habría alegrado a Francisco de Asís y es lo contrario de lo que
representaba en su época el papa Inocencio III (1198-1216). En 1209, Francisco
fue a visitar al papa a Roma junto con 11 hermanos menores (fratres minores) para
presentarle sus escuetas normas compuestas únicamente de citas de la Biblia y
recibir la aprobación papal de su modo de vida “de acuerdo con el sagrado
Evangelio”, basado en la pobreza real y en la predicación laica. Inocencio III,
conde de Segni, nombrado papa a la edad de 37 años, era un soberano nato:
teólogo educado en París, sagaz jurista, diestro orador, inteligente
administrador y refinado diplomático. Nunca antes ni después tuvo un papa tanto
poder como él. La revolución desde arriba (Reforma gregoriana) iniciada por
Gregorio VII en el siglo XI alcanzó su objetivo con él. En lugar del título de
“vicario de Pedro”, él prefería para cada obispo o sacerdote el título
utilizado hasta el siglo XII de “vicario de Cristo” (Inocencio IV lo convirtió
incluso en “vicario de Dios”). A diferencia del siglo I y sin lograr nunca el
reconocimiento de la Iglesia apostólica oriental, el papa se comportó desde ese
momento como un monarca, legislador y juez absoluto de la cristiandad... hasta
ahora.
Pero
el triunfal pontificado de Inocencio III no solo terminó siendo una
culminación, sino también un punto de inflexión. Ya en su época se manifestaron
los primeros síntomas de decadencia que, en parte, han llegado hasta nuestros
días como las señas de identidad del sistema de la curia romana: el nepotismo,
la avidez extrema, la corrupción y los negocios financieros dudosos. Pero ya en
los años setenta y ochenta del siglo XII surgieron poderosos movimientos
inconformistas de penitencia y pobreza (los cátaros o los valdenses). Pero los
papas y obispos cargaron libremente contra estas amenazadoras corrientes
prohibiendo la predicación laica y condenando a los “herejes” mediante la
Inquisición e incluso con cruzadas contra ellos.
Pero
fue precisamente Inocencio III el que, a pesar de toda su política centrada en
exterminar a los obstinados “herejes” (los cátaros), trató de integrar en la
Iglesia a los movimientos evangélico-apostólicos de pobreza. Incluso Inocencio
era consciente de la urgente necesidad de reformar la Iglesia, para la cual
terminó convocando el fastuoso IV Concilio de Letrán. De esta forma, tras
muchas exhortaciones, acabó concediéndole a Francisco de Asís la autorización
de realizar sermones penitenciales. Por encima del ideal de la absoluta pobreza
que se solía exigir, podía por fin explorar la voluntad de Dios en la oración.
A causa de una aparición en la que un religioso bajito y modesto evitaba el
derrumbamiento de la Basílica Papal de San Juan de Letrán —o eso es lo que
cuentan—, el Papa decidió finalmente aprobar la norma de Francisco de Asís. La
promulgó ante los cardenales en el consistorio, pero no permitió que se pusiera
por escrito.
Francisco
de Asís representaba y representa de facto la alternativa al sistema romano.
¿Qué habría pasado si Inocencio y los suyos hubieran vuelto a ser fieles al
Evangelio? Entendidas desde un punto de vista espiritual, si bien no literal,
sus exigencias evangélicas implicaban e implican un cuestionamiento enorme del
sistema romano, esa estructura de poder centralizada, juridificada, politizada
y clericalizada que se había apoderado de Cristo en Roma desde el siglo XI.
Puede
que Inocencio III haya sido el único papa que, a causa de las extraordinarias
cualidades y poderes que tenía la Iglesia, podría haber determinado otro camino
totalmente distinto; eso habría podido ahorrarle el cisma y el exilio al papado
de los siglos XIV y XV y la Reforma protestante a la Iglesia del siglo XVI. No
cabe duda de que, ya en el siglo XII, eso habría tenido como consecuencia un
cambio de paradigma dentro de la Iglesia católica que no habría escindido la
Iglesia, sino que más bien la habría renovado y, al mismo tiempo, habría
reconciliado a las Iglesias occidental y oriental.
De
esta manera, las preocupaciones centrales de Francisco de Asís, propias del
cristianismo primitivo, han seguido siendo hasta hoy cuestiones planteadas a la
Iglesia católica y, ahora, a un papa que, en el aspecto programático, se
denomina Francisco: paupertas
(pobreza), humilitas
(humildad) y simplicitas
(sencillez).
Puede
que eso explique por qué hasta ahora ningún papa se había atrevido a adoptar el
nombre de Francisco: porque las pretensiones parecen demasiado elevadas.
Pero
eso nos lleva a la segunda pregunta: ¿qué significa hoy día para un papa que
haya aceptado valientemente el nombre de Francisco? Es evidente que tampoco se
debe idealizar la figura de Francisco de Asís, que también tenía sus
prejuicios, sus exaltaciones y sus flaquezas. No es ninguna norma absoluta.
Pero sus preocupaciones, propias del cristianismo primitivo, se deben tomar en
serio, aunque no se puedan poner en práctica literalmente, sino que deberían
ser adaptadas por el Papa y la Iglesia a la época actual.
1. ¿Paupertas,
pobreza? En el espíritu de Inocencio III, la Iglesia es una Iglesia de la
riqueza, del advenedizo y de la pompa, de la avidez extrema y de los escándalos
financieros. En cambio, en el espíritu de Francisco, la Iglesia es una Iglesia
de la política financiera transparente y de la vida sencilla, una Iglesia que
se preocupa principalmente por los pobres, los débiles y los desfavorecidos,
que no acumula riquezas ni capital, sino que lucha activamente contra la
pobreza y ofrece condiciones laborales ejemplares para sus trabajadores.
2.
¿Humilitas, humildad?
En el espíritu de Inocencio, la Iglesia es una Iglesia del dominio, de la
burocracia y de la discriminación, de la represión y de la Inquisición. En
cambio, en el espíritu de Francisco, la Iglesia es una Iglesia del altruismo,
del diálogo, de la fraternidad, de la hospitalidad incluso para los
inconformistas, del servicio nada pretencioso a los superiores y de la
comunidad social solidaria que no excluye de la Iglesia nuevas fuerzas e ideas
religiosas, sino que les otorga un carácter fructífero.
3.
¿Simplicitas,
sencillez? En el espíritu de Inocencio, la Iglesia es una Iglesia de la
inmutabilidad dogmática, de la censura moral y del régimen jurídico, una
Iglesia del miedo, del derecho canónico que todo lo regula y de la escolástica
que todo lo sabe. En cambio, en el espíritu de Francisco, la Iglesia es una
Iglesia del mensaje alegre y del regocijo, de una teología basada en el mero
Evangelio, que escucha a las personas en lugar de adoctrinarlas desde arriba,
que no solo enseña, sino que también está constantemente aprendiendo.
De
esta forma, se pueden formular asimismo hoy día, en vista de las preocupaciones
y las apreciaciones de Francisco de Asís, las opciones generales de una Iglesia
católica cuya fachada brilla a base de magnificentes manifestaciones romanas,
pero cuya estructura interna en el día a día de las comunidades en muchos
países se revela podrida y quebradiza, por lo que muchas personas se han
despedido de ella tanto interna como externamente.
No
obstante, ningún ser racional esperará que una única persona lleve a cabo todas
las reformas de la noche a la mañana. Aun así, en cinco años sería posible un
cambio de paradigma: eso lo demostró en el siglo XI el papa León IX de Lorena
(1049-1054), que allanó el terreno para la reforma de Gregorio VII. Y también
quedó demostrado en el siglo XX por el italiano Juan XXIII (1958-1963), que
convocó el Concilio Vaticano II. Hoy debería volver a estar clara la senda que
se ha de tomar: no una involución restaurativa hacia épocas preconciliares como
en el caso de los papas polaco y alemán, sino pasos reformistas bien pensados,
planificados y correctamente transmitidos en consonancia con el Concilio
Vaticano II.
Hay
una tercera pregunta que se planteaba por aquel entonces al igual que ahora:
¿no se topará una reforma de la Iglesia con una resistencia considerable? No
cabe duda de que, de este modo, se provocarían unas potentes fuerzas de
reacción, sobre todo en la fábrica de poder de la curia romana, a las que
habría que plantar cara. Es poco probable que los soberanos vaticanos permitan
de buen grado que se les arrebate el poder que han ido acumulando desde la Edad
Media.
El
poder de la presión de la curia es algo que también tuvo que experimentar
Francisco de Asís. Él, que pretendía desprenderse de todo a través de la
pobreza, fue buscando cada vez más el amparo de la “santa madre Iglesia”. Él no
quería vivir enfrentado a la jerarquía, sino de conformidad con Jesús
obedeciendo al papa y a la curia: en pobreza real y con predicación laica. De
hecho, dejó que los subieran de rango a él y a sus acólitos por medio de la
tonsura dentro del estatus de los clérigos. Eso facilitaba la actividad de
predicar, pero fomentaba la clericalización de la comunidad joven, que cada vez
englobaba a más sacerdotes. Por eso no resulta sorprendente que la comunidad
franciscana se fuera integrando cada vez más dentro del sistema romano. Los
últimos años de Francisco quedaron ensombrecidos por la tensión entre el ideal
original de imitar a Jesucristo y la acomodación de su comunidad al tipo de
vida monacal seguido hasta la fecha.
En
honor a Francisco, cabe mencionar que falleció el 3 de octubre de 1226 tan
pobre como vivió, con tan solo 44 años. Diez años antes, un año después del IV
Concilio de Letrán, había fallecido de forma totalmente inesperada el papa
Inocencio III a la edad de 56 años. El 16 de junio de 1216 se encontraron en la
catedral de Perugia el cadáver de la persona cuyo poder, patrimonio y riqueza
en el trono sagrado nadie había sabido incrementar como él, abandonado por todo
el mundo y totalmente desnudo, saqueado por sus propios criados. Un fanal para
la transformación del dominio en desfallecimiento papal: al principio del siglo
XIII, el glorioso mandatario Inocencio III; a finales de siglo, el megalómano
Bonifacio VIII (1294-1303), que fue apresado de forma deplorable; seguido de
los cerca de 70 años que duró el exilio de Aviñón y el cisma de Occidente con
dos y, finalmente, tres papas.
Menos
de dos décadas después de la muerte de Francisco, el movimiento franciscano que
tan rápidamente se había extendido pareció quedar prácticamente domesticado por
la Iglesia católica, de forma que empezó a servir a la política papal como una
orden más e incluso se dejó involucrar en la Inquisición.
Al
igual que fue posible domesticar finalmente a Francisco de Asís y a sus
acólitos dentro del sistema romano, está claro que no se puede excluir que el
papa Francisco termine quedando atrapado en el sistema romano que debería
reformar. ¿Es el papa Francisco una paradoja? ¿Se podrán reconciliar alguna vez
la figura del papa y Francisco, que son claros antónimos? Solo será posible con
un papa que apueste por las reformas en el sentido evangélico. No deberíamos
renunciar demasiado pronto a nuestra esperanza en un pastor angelicus como él.
Por
último, una cuarta pregunta: ¿qué se puede hacer si nos arrebatan desde arriba
la esperanza en la reforma? Sea como sea, ya se ha acabado la época en la que
el papa y los obispos podían contar con la obediencia incondicional de los
fieles. Así, a través de la Reforma gregoriana del siglo XI se introdujo una
determinada mística de la obediencia en la Iglesia católica: obedecer a Dios
implica obedecer a la Iglesia y eso, a su vez, implica obedecer al papa, y
viceversa. Desde esa época, la obediencia de todos los cristianos al papa se
impuso como una virtud clave; obligar a seguir órdenes y a obedecer (con los
métodos que fueran necesarios) era el estilo romano. Pero la ecuación medieval
de “obediencia a Dios = obediencia a la Iglesia = obediencia al papa” encierra
ya en sí misma una contradicción con las palabras de los apóstoles ante el Gran
Sanedrín de Jerusalén: “Hay que obedecer a Dios más que a las personas”.
Por
tanto, no hay que caer en la resignación, sino que, a falta de impulsos
reformistas “desde arriba”, desde la jerarquía, se han de acometer con decisión
reformas “desde abajo”, desde el pueblo. Si el papa Francisco adopta el enfoque
de las reformas, contará con el amplio apoyo del pueblo más allá de la Iglesia
católica. Pero si al final optase por continuar como hasta ahora y no
solucionar la necesidad de reformas, el grito de “¡indignaos! indignez-vous!” resonará cada
vez más incluso dentro de la Iglesia católica y provocará reformas desde abajo
que se materializarán incluso sin la aprobación de la jerarquía y, en muchas
ocasiones, a pesar de sus intentos de dar al traste con ellas. En el peor de
los casos —y esto es algo que escribí antes de que saliera elegido el actual
Papa—, la Iglesia católica vivirá una nueva era glacial en lugar de una
primavera y correrá el riesgo de quedarse reducida a una secta grande de poca
monta.
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