Por Teófilo Amores Mendoza
Los tres evangelios sinópticos coinciden, casi palabra por palabra (Mt. 9, 1-8; Mc. 2, 1-12; Lc. 5, 17-26), al relatarnos el episodio de la curación del paralítico que es llevado a presencia de Jesús por cuatro amigos.
El suceso tiene lugar en Cafarnaúm, en casa de Pedro, no mucho tiempo después de que Jesús comenzara su vida pública. Han acudido un buen número de personas para escuchar sus enseñanzas, su buena noticia, su mensaje de salvación. Su fama de taumaturgo ya era notoria y Marcos y Lucas indican que los que habían ido eran tantos que apenas si cabían dentro de la casa. Entre los asistentes, dicen los tres relatos, se encuentran varios escribas, expertos en las Escrituras (los teólogos actuales). Han acudido, picados por la curiosidad, no tanto para aprender las enseñanzas de Jesús cuanto para averiguar qué enseña y con qué autoridad lo hace.
En esto llegan a la casa unas personas portando una camilla en la que va un paralítico. Su intención es presentárselo a Jesús, pues están convencidos de que podrá hacer algo por su amigo. Resulta curioso que ninguno de los tres evangelistas diga que el paralítico acudiera (él, el enfermo) por su voluntad a ver a Jesús, como tampoco que el mismo estuviera lleno de fe. Sin embargo, los tres coinciden en señalar que Jesús va a actuar al ver LA FE DE ELLOS, la de los amigos porteadores del paralítico. Este es un dato relevante con el que hemos de quedarnos: el poder de la fe del mediador.
Marcos y Lucas nos dicen que, ante la imposibilidad de poner la camilla en presencia del Maestro, los amigos deciden subir al tejado, abrir un hueco en el mismo, y deslizar la camilla hasta la presencia de Jesús. Desde luego, nadie les puede negar ni su osadía ni su plena confianza en que el riesgo y el esfuerzo merecerían la pena. Y es esa fe que les mueve la que en este, como en el resto de los textos evangélicos, va a llevar a Jesús a actuar. Es seguro que el propio enfermo habría oído hablar de Jesús, de sus poderes curativos y, sin embargo, no había sido él quien había acudido a Jesús, sino que fueron sus amigos los que decidieron llevarlo movidos por una fe que conmueve a Jesús.
A veces me pregunto por el infierno interior por el que debería estar pasando el paralítico, el sufrimiento que debería anidar en su corazón, la desesperanza en que se encontraba. En el Israel de entonces se consideraba que una enfermedad como la suya era consecuencia de su pecado.
La primera y principal preocupación de Jesús es serenar el espíritu de aquel hombre, curar su alma, pacificar sus inquietudes: “Ánimo, hijo, confía: tus pecados te son perdonados”. Esa es la primera preocupación del Maestro: proporcionar paz interior, curar la amargura del corazón. Solo después, al darse cuenta de las críticas que aparecen en el corazón de los escribas presentes, cuestionando su facultad para perdonar pecados, realiza lo más fácil, la curación de la parálisis, ordenando al enfermo: “levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”.
Este pasaje debería dejarnos, en esta ocasión, dos enseñanzas. La primera es la fuerza de nuestra fe, el mejor argumento para llegar al corazón de Dios. Una fe plena, total, radical sin condiciones. Pero una fe sencilla, sin complicaciones, como la que tiene un niño en su padre, en su madre, a quienes sabe que puede dirigirse confiadamente en demanda de lo que necesita.
La segunda enseñanza es el poder de nuestra intercesión. Dios, nuestro Padre, atiende las súplicas de los hombres pero las atiende con especial cariño cuando esas súplicas se le dirigen intercediendo a favor de otras personas. La generosidad del que suplica, que no pide nada para él, se ve respondida con una generosidad aún mayor por parte de Dios que atenderá la necesidad espiritual de aquel por quien se intercede en el modo en que resulte más provechoso para su alma.
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