Por Teófilo Amores Mendoza
Una de las escenas evangélicas que más me anima en mi caminar es la que nos relata Lucas con mayor detalle que Marcos o Mateo. Me refiero al episodio en que Jesús visita su pueblo, Nazaret y acude a la sinagoga en sábado. A esas alturas de su vida, aunque estaba en los primeros tiempos de su ministerio público, ya era sobradamente conocido por toda Galilea: tras el apresamiento de Juan se había retirado a Cafarnaún y fue, a partir de ese momento (y no antes), cuando Jesús comienza su predicación.
Al contemplar la escena me doy cuenta que Jesús regresaba a su aldea, de la que había salido siendo “uno más” de entre sus paisanos, sin haberse significado de modo especial por nada. Pero ahora volvía precedido de una fama bien ganada. El contenido de su predicación y la realización de sus milagros habían hecho, como es natural, que se extendieran noticias sobre él por toda Galilea. Y, por supuesto, al volver ahora a su pueblo la noticia debió correrse de boca en boca.
Siempre me planteo que cuando acudió aquel sábado a la sinagoga, sus amigos, sus vecinos de toda la vida debían estar pendientes de él, como era natural: volvía el que se había convertido en “la comidilla” de toda la región. Y, desde luego, Jesús lo sabía. Por esto no me cabe duda alguna que escogió con todo cuidado la lectura que iba a hacer, prefiriendo un texto sobre el que hubiera meditado largamente y que le sirviera de apoyo para anunciar, con claridad y precisión a sus amigos y conocidos, la “buena noticia” de que se sabía portador.
La escena nos la describen los tres sinópticos (Mt. 13, 53-58; Mc. 6, 1-6 y Lc. 4, 16-30), pero es Lucas quien proporciona mayor detalle, y nos dice que Jesús leyó los dos primeros versículos del capítulo 61 de Isaías: “El espíritu del Señor está sobre mi, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor”.
Jesús no había cesado de predicar “Convertíos y creed en el evangelio. El Reino de Dios está cerca” y ese evangelio o buena noticia en la que había que creer fue la que, utilizando las palabras de Isaías, expuso entonces a sus convecinos. Y es la misma que nos sigue diciendo hoy a nosotros, los que, al menos en teoría, nos declaramos sus discípulos, sus seguidores, sus hermanos.
¿Discípulos?, ¿seguidores? ¿hermanos? ¿De verdad creemos que lo somos? Marcos (3, 31-35) nos describe una escena en la que Jesús dice con claridad y contundencia, sin dejar lugar a dudas, quién es su discípulo, quién su hermano. Describe el evangelista el episodio en que, estando reunidos con sus discípulos en Cafarnaún, seguramente en casa de Pedro (dentro de ella), llega su familia para llevárselo de vuelta con ellos porque pensaban que había perdido la razón (v. 21). La familia de sangre se queda fuera. Jesús permanece dentro (el relato no dice que saliera en ningún momento). Y es el mismo Jesús quien nos dice a quién consideraba él su familia: “Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Pues quien haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”.
Son muchos los que han tratado de suavizar las palabras de Jesús porque les resulta dura, durísima, la afirmación sobre su familia. Pero la realidad es que, hasta ese momento, nadie de su familia de sangre le veía ni le aceptaba como el Portavoz de un mensaje de salvación. Como dice el evangelista, pensaban que estaba fuera de sus cabales.
¿Y nosotros? ¿Y tú? ¿Y yo? ¿Somos de los que estamos dentro y hemos aceptado convertirnos y creer en el evangelio? ¿O somos de los que nos hemos quedado fuera sabiendo que nos une un vínculo con él, pero sin haber optado por una conversión radical? Si somos de estos últimos creo que debemos seguir leyendo el evangelio con detenimiento hasta el final, contemplando qué dijo e hizo Jesús y hasta dónde aceptó llegar.
Si consideramos que somos de los que estamos dentro es que hemos aceptado ser discípulos con todas las consecuencias y, por tanto, debemos imitar a Jesús en lo que dice y en lo que hace. Y Jesús dice que en él se cumplen las palabras del profeta: el Señor “me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor”.
Quizá en mi oración de estos días deba preguntarme si estoy haciendo ESO precisamente, o si estoy considerando suficiente acudir a la Eucaristía frecuente, recitar la Liturgia de las Horas, meditar devotamente sobre temas espirituales o extasiarme en la contemplación de un Crucificado. Todo esto es, sin duda, excelente pero ¿es eso lo que el Señor vino a hacer y pide a sus discípulos que hagan? ¿Es sobre eso sobre lo que dice él por boca de Mateo, que seremos examinados en el último momento? Yo creo que no. En Mt. 25, 35-36 Jesús nos indica que se nos examinará sobre si cumplimos ese destino nuestro, que él dijo que ya se estaba cumpliendo en él mismo al citar a Isaías: tuve hambre y me disteis de comer, sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, preso y vinisteis a verme.
Algunos de nosotros tenemos el atrevimiento de decir que somos contemplativos. Nuestra afirmación será verdadera solo cuando contemplemos al mismo Jesús en los hermanos que están más cerca de nosotros: en la figura de ese inmigrante ilegal, negro tizón, llegado en patera, aterido de frío y asustado por no tener papeles ni dinero; en ese mendigo sucio y, con frecuencia, maloliente que, extendiendo hacia mi su mano, acepta, paciente, mi paso indiferente; en esa pareja con una opción de vida en común diferente de la mía y a la que le habían contado que Jesús decía que las prostitutas y los publicanos serían los primeros en el Reino de los Cielos, pero que se ven condenados por esos predicadores de rancia moralina que se autoproclaman portavoces de Jesús pero se muestran fiscales inflexibles de todo lo diferente, lo que él jamás hizo.
Jesús necesita hoy discípulos que den la buena noticia a los pobres, venden los corazones desgarrados, proclamen la amnistía a los cautivos y den a los prisioneros la libertad. Con valentía. Sin temor. Dispuestos a tener el mismo final que Jesús: primero padecimiento y muerte. Y, después, resurrección y vida eterna.
Jesús, hoy, me necesita a mi, te necesita a ti.
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