Por Teófilo Amores Mendoza
Hace pocos años (1995), dos profesores de la Universidad de Oviedo publicaron un Diccionario de frecuencias de las unidades lingüísticas del Castellano. Durante los trabajos de investigación que realizaron para preparar la publicación, pudieron constatar que en cada DOS MILLONES de “unidades lingüísticas” (habladas y escritas), la palabra iglesia se repite 218 veces; religión 140 veces, papa 84 veces; obispo 56 veces, mientras que evangelio, tan solo 13 veces.
El evangelista Marcos, en 9, 2-10, nos relata el episodio de la Transfiguración de Jesús que, para ser comprendido en toda su amplitud, precisa de la lectura previa de los versículos 27 y siguientes del capítulo precedente, el 8. En estos vemos cómo Pedro realiza su profesión de fe, declarando que Jesús es el mismo Cristo tan esperado. Ante esa declaración Jesús formula el primero de los tres anuncios de la Pasión que va a pronunciar, comunicándoles, con toda claridad, los padecimientos que le esperan en su ya inmediata llegada a Jerusalén, insultos, desprecios, maltratos hasta la consumación de la muerte en la cruz y siguiente resurrección al tercer día. El panorama que describe Jesús es tan terrible que Pedro no lo soporta y, llevándose aparte a Jesús, se pone a reprenderle por decir semejantes cosas.
El pobre Pedro no esperaba lo que se le venía encima: Jesús, llamándole Satanás, le ordena que se aparte de él porque no siente las cosas de Dios, sino las de los hombres. Podemos imaginar al vehemente Pedro cómo debió quedarse.
Solamente después de leer lo anterior podemos pasar al relato de la Transfiguración en el que Jesús, llevándose aparte al propio Pedro, a Santiago y a Juan, sube al Monte donde se transfigura ante ellos, mostrándose en toda su gloria y acompañado por Elías y Moisés. Y así, precisamente así, es como quería Pedro ver a Jesús: alejado del mundo, en lo alto de un monte, transfigurado y rodeado de una compañía tan selecta como la indicada. Tan a gusto se siente Pedro que quiere dilatar en el tiempo aquel estado de bienestar levantando tres tiendas para Jesús y sus acompañantes.
Pedro… ¡pobre Pedro!, que se olvida que Jesús ha venido al mundo para evangelizar a los pobres, para predicar a los cautivos la redención y devolver la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y promulgar un año de gracia del Señor (Lc. 4, 18-19) y eso no se hace en lo alto del monte acompañado por Elías y Moisés, eso no se hace en palacios, en recintos apartados, rodeado de unos cuantos escogidos y acompañado de elevados personajes. Eso se hace a pie de calle, en medio del pueblo, rodeado de pobres, ladrones, andrajosos, enfermos, prostitutas y otra gente del estilo con los que se comparte su forma de vivir, sus problemas, sus dramas; rodeado de gente que tiene la oportunidad de acercarse a ti para contarte sus problemas sin necesidad de tener que solicitar audiencias, pisando el mismo polvo del camino que se llevan en sus pies los que carecen de recursos para llegar a fin de mes, para sacar adelante a sus familias, para pagar los intereses que les cobran los prestamistas que engordan sus cuentas a costa de la miseria de sus semejantes.
La beatífica visión que ha seducido a Pedro termina de golpe mientras escuchan una voz que procede de una nube (la misma nube que impidió que el poderoso Faraón terminara con el pueblo a orillas del Mar Rojo) y que les conmina: Este es mi Hijo amado, escuchadle.
Mientras bajan del monte, los tres discípulos dan muestras, una vez más, de que no se enteran de nada: no escuchan a Jesús. Solamente le oyen. Pero no escuchan.
Aludía al principio de esta reflexión al trabajo de los dos profesores que culminó en su Diccionario de frecuencias. Y lo hacía porque creo que resulta profundamente preocupante que en el uso ordinario de la lengua castellana se hable con tanta profusión de la iglesia, de la religión, de los papas y los obispos… y tan poco del evangelio
No tenemos más que asomarnos a las páginas web, a las publicaciones de nuestras diócesis, de nuestra Conferencia Episcopal, a la misma web del Vaticano para comprobar que hay una sobreabundancia de referencias a documentos papales y episcopales, a proyectos eclesiales y diocesanos, a encíclicas y cartas pastorales, a descripción de los tira y afloja entre gobiernos e iglesias locales… y pocas, poquísimas y, en ocasiones ninguna, referencias al evangelio.
De aquella nube que da fin al episodio de la Transfiguración surgió una voz: ESCUCHADLE. Jesús dijo, al inicio de su ministerio, con absoluta claridad, a qué había venido; he trascrito más arriba los versículos del capítulo 4 de Lucas. Al marcharse de este mundo resumió toda su enseñanza en un solo mandamiento nuevo: amaos unos a otros como yo os he amado (Jn 13, 34). Y es que Él… amó hasta dar su vida por los demás. Ese, y no otro, es el modo en que él nos amó.
A veces me pregunto si nosotros, los que tan osadamente nos declaramos cristianos, realmente hacemos lo que Jesús nos dijo que quería que hiciéramos… o si en realidad nos hemos inventado otros cientos de mandamientos que nos hacen olvidarnos de lo que Jesús quiere de nosotros.
Creo que los cristianos hemos de posicionarnos de modo claro al lado de los pobres, los cautivos, los ciegos y los oprimidos, abandonando nuestra cómoda y frecuente ubicación al lado de esos banqueros, empresarios, terratenientes, dictadores, y explotadores que confiesan con la boca lo que no practican con sus actos. Creo que debemos empezar a seguir los pasos de Jesús, aceptando que su reino no es de este mundo. Creo que debemos romper con todos los convenios y concordatos que nos atan como cadenas a los poderes temporales para poder volar en libertad y promulgar, también nosotros, un año de gracia del Señor.
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