miércoles, 25 de enero de 2012

El diálogo de Jesús y la mujer cananea

Dolores Aleixandre

     Me llamo Eunice, que en griego significa “buena victoria”, aunque mi primer nombre no fue éste. Mi madre empezó a llamarme así hace ya muchos años, cuando yo aún era una niña y vivía con ella, ya viuda, en Tiro, la ciudad siro-fenicia donde había nacido y en la que yo también nací y me crié hace más de 40 años.
     De pequeña estuve poseída por un demonio y, aunque sólo guardo recuerdos confusos, mi madre me habló muchas veces de aquellos terribles momentos en los que asistía impotente y espantada a la transformación de mi cuerpo, zarandeado por terribles convulsiones e inundado de sudor, mientras emitía gruñidos estremecedores y echaba espuma por la boca.
     Ella entonces agarraba mi mano y se mantenía a mi lado, envuelta en un torbellino de angustia y terror, hasta que cesaban los espasmos y yo volvía en mí, ajena a lo ocurrido y tan pálida como si la vida me hubiera abandonado definitivamente.
     Fue después de una de aquellas crisis cuando oyó decir que un tal Jesús, de cuyos poderes de sanación corrían muchos rumores, había cruzado la frontera que separa Fenicia de Galilea. Entonces se decidió a ir a buscarle para suplicarle que expulsara de mí al demonio. «Y como lo conseguí, solía contarme sonriendo, te he puesto el nombre de Eunice», y seguía una narración que yo nunca me cansaba de escuchar:
     «Él estaba en una casa de las afueras de Tiro y, al parecer, intentaba pasar inadvertido. Dudé mucho antes de franquear el umbral de la puerta, porque temía molestarle y que eso jugara en contra mía, pero tú estabas enferma, hija, y eso me daba fuerza para atreverme a vencer cualquier barrera.
     Me eché a sus pies instintivamente, procurando no rozarle, consciente del rechazo que los judíos sienten por nosotros, y le dije entre sollozos: «Mi hijita tiene un demonio, te suplico que lo expulses de ella... »
     No me atrevía a levantar los ojos hacia él cuando le oí decirme lo que en el fondo estaba temiendo: que el pan es para los hijos y que son ellos los que tienen que saciarse primero, antes de echárselo a los perritos.
     Pensé con desesperación que mis palabras se habían estrellado contra el muro infranqueable que se erigía entre aquel judío y yo, pero ni siquiera aquello me hería ni humillaba, porque el recuerdo de tu dolor se imponía a cualquier otro sentimiento.
     Me enderecé lentamente y me dispuse a luchar con él, a ablandar su dureza y a derretir aquel muro a fuerza de lágrimas. Pero cuando mis ojos se cruzaron con los suyos me di cuenta, como un relámpago, de que el tono con que había nombrado a los "perritos" revelaba que en aquel muro había brechas. Y fue tu rostro, hija mía, el que me empujó a colarme por una de ellas.
     Le di la vuelta a su argumento: «¿Necesariamente tiene que ser un antes y un después? ¿Por qué no pueden ser atendidos a la vez niños y perrillos? »
     Y mientras se lo decía, tuve la extraña impresión de que tú habías comenzado a importarle más de lo que podías importarme a mí, y que una corriente de compasión iba de él hacia ti, derribando a su paso toda barrera, todo obstáculo, toda defensa.
     Nunca conseguiré explicarte qué es lo que en él me invitaba a hablarle de igual a igual, ni en qué consistía aquel poder misterioso que emanaba de su persona y que me hacía experimentar la libertad de no estar atada a ninguna jerarquía racial o religiosa, ni a norma alguna de pureza o legalidad.
     Era como si los dos estuviéramos ya sentados en torno a aquella mesa acerca de la cual discutíamos y, mientras el pan se repartía entre niños y perrillos, saltaban por el aire las líneas divisorias que nos separaban, como un comienzo de absoluta novedad.
     «Anda, vete, me dijo, como si tuviera prisa de que llegara pronto a abrazarte. Por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija».
     Volví a casa corriendo y te encontré tendida en la cama, con el sosiego de quien descansa después de haber ganado una batalla. Y por eso comencé a llamarte Eunice, para que tu nombre fuera para siempre memoria de la victoria que, entre las dos, habíamos conseguido».
     Esto fue lo que me contó mi madre y estoy segura de que nadie, aunque lo intente, podrá ya volver a levantar las barreras que un día el propio Jesús echó abajo.
     Ahora soy cristiana y me he preguntado muchas veces por qué Jesús situó en mi madre el poder de salvarme al decirle: «Por eso que has dicho...», y qué fue lo que él descubrió en lo que ella dijo, y por qué aquello se convirtió en un camino real por el que pudo avanzar su fuerza sanadora.
     Y por lo que luego he oído y sabido de él, creo que lo que le maravilló fue encontrar en una mujer extranjera una afinidad tan honda con su propia pasión por acoger e incluir, por hacer de la mesa compartida con la gente de los márgenes uno de los principales signos de su reino.
     Ella le desafió a cruzar la frontera que aún le quedaba por franquear y le llamó desde el otro lado, donde aún estábamos nosotros como un rebaño perdido en medio de la niebla. Y él debió escuchar en su voz un eco de la voz de su Padre y se decidió a cruzarla.
     Por eso ahora podemos sentarnos a su mesa y nadie podrá arrebatarnos este lugar que está ya abierto para todos.
     Yo he sido una de las primeras invitadas, y ahora llevo en mí la misma pasión que heredé de mi madre y que he aprendido de Jesús: seguir ensanchando el espacio de esa mesa y que puedan sentarse todos los que aún tienen cerrado el acceso. 
     En ello quiero empeñar mi vida, palabra de Eunice.
     Con la gracia de quien ha alcanzado para nosotros la victoria sobre las fuerzas de la exclusión y de la muerte.


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