(Reflexión a Lc. 9, 28-36)
Los cristianos de todos los tiempos se han sentido atraídos por
la escena llamada tradicionalmente "La transfiguración del Señor".
Sin embargo, a los que pertenecemos a la cultura moderna no se nos hace fácil
penetrar en el significado de un relato redactado con imágenes y recursos
literarios, propios de una "teofanía" o revelación de Dios.
Sin embargo, el evangelista Lucas ha introducido detalles que
nos permiten descubrir con más realismo el mensaje de un episodio que a muchos
les resulta hoy extraño e inverosímil. Desde el comienzo nos indica que Jesús
sube con sus discípulos más cercanos a lo alto de una montaña sencillamente "para
orar", no para contemplar una transfiguración.
Todo sucede durante la oración de Jesús: "mientras
oraba, el aspecto de su rostro cambió". Jesús, recogido profundamente,
acoge la presencia de su Padre, y su rostro cambia. Los discípulos perciben
algo de su identidad más profunda y escondida. Algo que no pueden captar en la
vida ordinaria de cada día.
En la vida de los seguidores de Jesús no faltan momentos de
claridad y certeza, de alegría y de luz. Ignoramos lo que sucedió en lo alto de
aquella montaña, pero sabemos que en la oración y el silencio es posible
vislumbrar, desde la fe, algo de la identidad oculta de Jesús. Esta oración es
fuente de un conocimiento que no es posible obtener de los libros.
Lucas dice que los discípulos apenas se enteran de nada, pues "se
caían de sueño" y solo "al espabilarse", captaron
algo. Pedro solo sabe que allí se está muy bien y que esa experiencia no
debería terminar nunca. Lucas dice que "no sabía lo que decía".
Por eso, la escena culmina con una voz y un mandato solemne.
Los discípulos se ven envueltos en una nube. Se asustan pues todo aquello los
sobrepasa. Sin embargo, de aquella nube sale una voz: "Este es mi Hijo,
el escogido. Escuchadle". La escucha ha de ser la primera actitud de
los discípulos.
Los cristianos de hoy necesitamos urgentemente
"interiorizar" nuestra religión si queremos reavivar nuestra fe. No
basta oír el Evangelio de manera distraída, rutinaria y gastada, sin deseo
alguno de escuchar. No basta tampoco una escucha inteligente preocupada solo de
entender.
Necesitamos escuchar a Jesús vivo en lo más íntimo de nuestro
ser. Todos, predicadores y pueblo fiel, teólogos y lectores, necesitamos
escuchar su Buena Noticia de Dios, no desde fuera sino desde dentro. Dejar que
sus palabras desciendan de nuestras cabezas hasta el corazón. Nuestra fe sería
más fuerte, más gozosa, más contagiosa.
José Antonio Pagola
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