Por Teófilo Amores Mendoza
Durante las cuatro semanas previas a la Navidad la Iglesia celebra el Adviento que, si tuviéramos que resumir su contenido a una sola palabra de las utilizadas en la liturgia, bien podríamos escoger la de VIGILAD o la de VELAD.
Después de la muerte y resurrección de Jesús, muchas comunidades cristianas pensaron que el fin del mundo, el Juicio Final, el Último Día, estaba a punto de llegar, que iba a ser algo inmediato. Por eso muchos interpretaron diversos pasajes del evangelio como un anuncio por parte de Jesús de ese fin inminente y empezaron a tener una gran preocupación por el tema de la muerte y sobre si la misma les sorprendería convenientemente preparados. Tan es así que algunos hasta se despreocuparon de trabajar para dedicarse solo a preparar el momento de la llegada del Señor, de la Parusía. San Pablo los recrimina diciendo que “El que no trabaje, que no coma”.
En realidad, cuando Jesús dice en diversos lugares “Vigilad, velad, porque no sabéis ni el día ni la hora”, no se está refiriendo al momento de nuestra muerte terrena, sino al momento en que irrumpirá en nuestra vidas el Reino de Dios sobre el que versa la Buena Noticia, el Evangelio que Jesús vino a anunciarnos. Aceptar que el Reino de Dios entre en nuestra vidas, o aceptar adecuar nuestra vidas para ser acordes a las exigencias de ese Reino, supone adoptar una actitud permanente de escucha, de atención a las llamadas, a las leves insinuaciones que el Señor nos hace, de modo continuo, a lo largo de nuestras vidas. Esas llamadas de atención, esas invitaciones del Señor a cambiar de vida son las que nos llegan sin que sepamos ni el día ni la hora.
Muchos piensan que el Señor va a hablarles en los ratitos que ellos eligen para acudir a la iglesia, durante la media hora de la misa del domingo o durante el rezo del rosario. Y, desde luego, no va a ser así o no tiene porqué ser así. El Señor te hablará cuando Él lo decida. La semana tiene siete días, no solo el domingo. Y cada día veinticuatro horas. Y es mucho más que probable que el Señor se te haga presente fuera de esa media hora elegida por ti. Por eso tenemos que VIGILAR, que VELAR, porque no sabemos el día ni la hora en que se hará patente ante nuestros ojos, en nuestro corazón.
La noche del 24 al 25 de diciembre celebraremos la Navidad. Lo que estaremos celebrando es que Dios se hace hombre en la persona de un niño pequeño, indefenso, pobre, débil y que no tiene siquiera un lecho digno en el que nacer. Dios se hace hombre y nos muestra la primera imagen del Reino: la grandeza, la verdadera grandeza, no está en lo exterior, ni en lo ostentoso, ni en la riqueza, ni en una buena presencia, sino en la pequeñez y en la humildad. Dios no se hizo hombre en el grandioso Templo de Jerusalén, sino en un pequeño y sucio establo de Belén.
Y podemos preguntarnos, ¿estoy yo atento a las manifestaciones del Reino de Dios en mi entorno habitual, en lo pequeño, en lo humilde? ¿Veo a Jesús, que me mira a través desde los ojos de ese inmigrante, o que me pide desde la mano sucia de ese mendigo? Tampoco Dios se manifestará para ti en la grandiosidad de la religión ni de los templos, sino en la humildad pequeña y necesitada de los hermanos que te rodean.
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