Por Eloy Roy
El
vocablo "laico" es un viejo término que la Iglesia utiliza para
designar a sus miembros que no forman parte del "clero". A escala
mundial, el clero católico cuenta alrededor de 413 000 miembros, mientras que
el número oficial de laicos –por cierto no todos practicantes- asciende más o
menos a 1 195 600 000.
Ya
que el clero representa el 0.0003% y los laicos, el 99.9997%, pende de un pelo
que la iglesia católica sea enteramente laica.
El
mismo Jesús no formaba parte de ningún clero; no era sacerdote. En nuestro
lenguaje, era "laico" (Hebreos 8, 4). Aunque después de su muerte, la
fe de sus seguidores lo haya proclamado sacerdote para servir de puente entre
Dios y los humanos, Jesús, mientras vivía en la tierra, no fue más que un
laico.
Lo
cual no impidió que fuera religioso.
Pero
religioso ¿de qué religión?
La
religión del laico Jesús era la de sus antepasados judíos tal como la entendía
la gran mayoría de la gente religiosa de su pueblo. Pero, dentro de esta
religión, Jesús hacía papel de verdadero revolucionario. Decía y hacía cosas
que sorprendían.
¿El
Dios de los antepasados? Sí, decía él, pero no exactamente como lo ven. ¿La
religión heredada de los sabios y santos? Sí, pero no exactamente como la
entienden.
Dios
no tiene dueños. Nadie tiene el derecho de encerrarlo en los conceptos y las
declaraciones de ninguna época. No se le puede guardar en una jaula de hierro
cuya llave quedaría para la eternidad en manos de una casta de individuos
ungidos para ser los intérpretes exclusivos y los portavoces infalibles de él.
El
Dios que vive es el Dios de hoy para los humanos de hoy. No alumbra primero por
medio de leyes y tradiciones del pasado, por muy sagradas que sean, sino por su
Espíritu, que no se puede encadenar, pues no es una cosa fija. Por lo
contrario, él es la energía creadora del mundo. Está siempre en acción. Sopla
en todas las direcciones del universo.
El
Espíritu de Dios no lleva bandera. No obedece a las normas de ninguna religión
en particular y de ninguna secta. Es como el viento. No conoce barreras ni
fronteras (Juan 3, 8).
Este
Espíritu, Dios lo derrama amplia, alegre y gratuitamente sobre todos aquellos y
aquellas que tienen hambre y sed de colmarse de vida (Joel 3, 1; Hechos 2,
14-17; Lucas 11,13).
Los
molestosos cuestionamientos del laico Jesús exasperaron tanto a los
"dueños" de la religión (o sea el clero de su época) que rápidamente
se lo sacaron de encima mandándole a crucificar.
Tras
el laico Jesús, tenemos el deber nosotros también de distinguir entre religión
y religión, entre iglesia e iglesia.
Existe
una iglesia que sabe hacer esta distinción.
Siguiendo
al laico Jesús, y dentro de la gran corriente de la laicidad de la sociedad
moderna, esta iglesia se pone al servicio de la libertad de los humanos. No
acepta más que haya separación entre lo sagrado y lo profano, entre clérigos y
no clérigos, cristianos y paganos, hombres y mujeres.
Esa
iglesia, no solo no teme conciliar los grandes valores del mundo moderno con el
evangelio, sino que, muy al contrario, estimulada por ellos, reanuda con el
increíble espíritu de libertad de Jesús y las más hermosas audacias de los
primeros testigos del Evangelio.
Ahora
bien, esta iglesia no es herética ni cismática. Es genuinamente "una,
santa, católica, apostólica" y... ¡LAICA!
Sacerdotes,
obispos, religiosos y religiosas forman parte de esta comunidad de laicos en la
que prestan servicios determinados, sin hacerse por ello los amos de la misma.
La
laicidad moderna, de por sí, no se opone al evangelio. Puede mirar con ojo
crítico, pero no suele burlarse del testimonio glorioso de centenas de millares
de hombres y mujeres de iglesia que, durante siglos, y por amor al evangelio de
Jesús, se han echado entre pecho y espalda la miseria del mundo. Lo que rechaza
es el clericalismo.
No
sin razón, los laicistas se sublevan contra el sistema eclesiástico que,
acorazándose abusivamente detrás del evangelio, desarrolló un poder inmenso,
absolutamente extraño al propio evangelio.
Convencido
de ser conducido por la mano de Dios, este poder, durante siglos, no escatimó
esfuerzos para imponer su dominio a toda la sociedad. Resguardándose detrás de
un derecho pretendidamente divino, nunca se molestó demasiado al pisar las
libertades más elementales de la persona y de la comunidad humana.
En
reacción a esta amenaza del control de la religión sobre todos los aspectos de
la vida humana, el mundo laico moderno no admite que el gobierno de los pueblos
se someta a los dogmas de toda especie de ayatolas, incluyendo a los ayatolas
católicos... Porque el mundo moderno es, antes que nada, la comunidad humana
que se hace cargo de sí misma y asume la plena responsabilidad de todo lo que
la atañe.
Aunque
muchos de sus partidarios no sean creyentes, la laicidad del mundo moderno no
se opone tanto a Dios como a lo que avasalla la sociedad, la infantiliza, la
vuelve dependiente de absolutos que hacen peligrar el ejercicio de su libertad
y de sus derechos.
La laicidad
del mundo moderno no es una amenaza para Dios, ya que ella misma es la madre de
las libertades civiles, de las cuales van al frente la libertad de religión y
la libertad de conciencia.
De
hecho, dicha laicidad, que no se identifica con ningún credo o religión, hace
un gran favor a los cristianos. Porque la gloria de ese Dios de Jesús, del que
los cristianos tienen la misión de dar testimonio, se puede comparar a la
gloria de todo buen padre o madre de la tierra. Después de haber sufrido con
sus hijos para que se emancipen y se liberen, los padres no tienen orgullo más
grande que verlos volar, por fin, con sus propias alas.
¿Emanciparse
de Dios, liberarse de él? ¡Qué satanismo! Pero no, pues nadie se puede liberar
de Dios, porque Dios es pura libertad. Y el varón y la mujer son su imagen.
Las
personas que creen en Dios que es la fuente inteligente y amorosa de todo lo
que existe, saben muy bien que este Dios, contrariamente a lo que se dice, cree
en el ser humano. Tiene una confianza profunda en los seres de carne que somos,
a pesar de que a menudo lo rechazamos y crucificamos la vida.
Los
creyentes de este Dios saben que la humanidad no está trabajada solo por
fuerzas de destrucción sino que también por grandes energías de sabiduría y de
vida. Saben que el mundo de los humanos tiene todo cuanto necesita para
realizarse en medio de sus contradicciones, y que un día saldrá victorioso. Con
heridas, por cierto, pero rebosando de vida.
Si
no, ¿cómo podrían creer aún que el Espíritu de Dios llena el universo y que Él
mismo da aliento al gran proyecto de la humanidad? ...
Es
aquí donde el mundo laico, sin darse cuenta, sintoniza con el laico Jesús, el
que nunca ha admitido que en nombre de Dios o de leyes supuestamente divinas,
el más sencillo de los mortales esté perseguido, discriminado, oprimido,
marginalizado o abandonado. El que por haber "emancipado" a mucha
gente cuyas espaldas doblaban bajo la carga que les imponía el mundo religioso,
fue, a causa de ello y por ello, asesinado por... la religión.
Gracias
a Dios, existen actualmente en la Iglesia católica corrientes que se sitúan en
esta línea "laica" según el espíritu de Jesús... Y eso, bajo las
mismas narices de venerables "padres" que desde sus cátedras se
rasgan las vestiduras, multiplican advertencias y amenazas y condenan al limbo
a esos atrevidos que rasguñan su poder.
Se
sabe también de otros padres que bendicen discretamente a esos
"perturbadores". Como la valentía no es su carisma, lo hacen con
infinita discreción hasta que los vientos les sean favorables...
Lo
cierto es que va a venir el día en que, sobre todos los techos, se escuchará de
nuevo una iglesia liberada de sus trabas proclamar con credibilidad que
"Dios tanto ama a nuestro mundo - con sus errores, sus sueños, sus
audacias y sus bellezas - que le da su hijo, no para condenarlo, sino para que
por él halle vida (Juan 3, 16-17), y la halle en abundancia" (Juan 10,
10).
Esta
es la palabra que el mundo moderno tiene sed de oír. Una palabra verdaderamente
buena, que libere y sea fuente de un constante renacer.
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