Por Carlos F. Barberá
La
aprobación por el Tribunal Constitucional del matrimonio homosexual ha dado
lugar, como era previsible, a manifestaciones contradictorias. La Conferencia
Episcopal, por ejemplo, ha afirmado en una declaración que...
"...la
legislación actualmente vigente ha redefinido la figura jurídica del matrimonio
de tal modo que este ha dejado de ser la unión de un hombre y de una mujer y se
ha transformado legalmente en la unión de dos ciudadanos cualesquiera, para los
que ahora se reserva en exclusiva el nombre de cónyuges o de consortes. De esta
manera se establece una insólita definición legal del matrimonio con exclusión
de toda referencia a la diferencia entre el varón y la mujer".
No
cabe duda de que es necesario ir haciendo una reflexión sobre una situación ciertamente
nueva y que, como tal, no deja de tener múltiples aspectos. Yo querría, pues,
aportar algunas consideraciones que afectan a la moral y a la religión.
Ya se
sabe que en 1990 la OMS excluyó la homosexualidad de la Clasificación
Estadística Internacional de Enfermedades y otros Problemas de Salud.
Oficialmente, desde esa fecha las personas homosexuales no son enfermas. Cierto
que hay obispos y tratadistas católicos que las consideran como tales y,
probablemente con toda buena voluntad, les ofrecen caminos de curación. No caen
en la cuenta de que su pretendida oferta de ayuda suena como un insulto.
También
Freud diagnosticó que la fe era una especie de neurosis y Robert M. Pirsig
afirmó que "cuando una persona sufre de una alucinación se le llama
locura. Cuando muchas personas sufren de una alucinación se le llama
religión". Sin embargo somos muchos los que no queremos que se nos cure de
esa "enfermedad".
Así
pues, hay muchas personas -aunque su porcentaje sea menor de lo que se suele
afirmar- que comparten la condición homosexual. Según la moral católica, están
condenadas a la castidad. Es fácil suponer que, siendo creyentes, podrían
argumentar la injusticia de que Dios les haya creado con una capacidad sexual y
a la vez la Iglesia establezca la prohibición de usarla.
Razonablemente
el recién fallecido cardenal Martini, en la difundida entrevista que hizo poco
antes de morir, apoyaba el matrimonio tradicional con todos sus valores y
afirmaba estar convencido de que no deba ser puesto en discusión. Pero añadía:
"si luego dos personas de sexo distinto o también del mismo sexo
ambicionan firmar un pacto para dar una cierta estabilidad a su pareja, ¿por
qué queremos absolutamente que no pueda ser?".
Son
muchos los que estamos convencidos de que la Iglesia debería revisar
urgentemente sus ideas sobre el sexo y las relaciones de pareja. La presencia
social del fenómeno gay en las sociedades occidentales podría ser un momento
favorable.
Pero
para los católicos la cuestión se complica con el uso de la palabra matrimonio,
entre otras cosas porque esa institución social constituye para ellos un
sacramento, uno de los siete definidos por el Concilio de Trento.
Y la
Iglesia ¿no podría introducir en el sacramento del matrimonio el matrimonio
homosexual? De hecho lo hizo con otras instituciones. Hoy día es doctrina de la
Iglesia que el diaconado pertenece al sacramento del orden. Lo reconoce Pío XII
en la Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis y sin embargo no siempre fue
así. De hecho el nombramiento de los diáconos surgió de una necesidad social
-la de atender a los desfavorecidos- y es por tanto una creación de la Iglesia.
¿No podría verse como una nueva necesidad la atención a las parejas homosexuales
y la inclusión de sus matrimonios en la categoría de sacramento?
Se
dirá que voy muy deprisa y ciertamente es así pero el cambio social nos urge y
Dios con él. Y también las decisiones de otras confesiones cristianas, que han
llegado a conclusiones distintas a las de la jerarquía católica.
Pero
de este modo llegamos a la cuestión de base y es la de qué es un sacramento y
por qué existen esos siete. La moderna teología ha superado esa especie de
positivismo según el cual un sacramento es lo que la Iglesia dice que es un
sacramento y ha buscado el fundamentar los sacramentos en Cristo mismo.
Jesús
es el sacramento original, es el lugar privilegiado para el encuentro con Dios.
Quien le ve a él ve al Padre. Pero en él hemos conocido que toda la historia es
historia de salvación.
Así
pues, para una mirada creyente todos los acontecimientos remiten de Dios, todos
son lugar de encuentro con Él. Toda realidad tiene, para quien la mira con ojos
de fe, una estructura sacramental. San Agustín enumera trescientos cuatro sacramentos;
cualquier cristiano puede, repasando su vida y el mundo entorno, enumerar
muchos más.
Como
escribió Leonardo Boff:
"La
fe no crea el sacramento; crea en el hombre la óptica mediante la cual puede
percibir la presencia de Dios en las cosas o en la historia. Dios está siempre
presente en ellas. El hombre no siempre se percata de ello. La fe le permite
vislumbrar a Dios en el mundo y entonces el mundo con sus hechos y cosas se
transfigura, es más que mundo; es sacramento de Dios".
A
partir del siglo XII, algunos teólogos comenzaron a destacar de entre los
cientos de sacramentos, siete gestos primordiales de la Iglesia, que punteaban
momentos fundamentales de la vida. Entre ellos el matrimonio, ese momento de
una entrega definitiva entre dos personas, basada en el amor. Y cuando ahora se
oficializa el mismo compromiso entre dos personas homosexuales ¿no puede ser
para la Iglesia un signo del amor de Dios, un sacramento?
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