¿Qué le dirías tú,
lector amigo, a un divorciado católico que te viene a llorar el dolor del trato
que nosotros, su Iglesia, le damos?
Yo le respondí
todo esto. Un poco largo quizás, pero quise cuestionarle a la luz del Evangelio
que yo he leído. Puede que algunos hayan leído "otro".
Y con esto termino
las dos partes de mi revisada meditación sobre el divorcio.
Mi querido Andrés:
Me cuentas el dolor que te causa no
poder comulgar. Estás "excomulgado de hecho" por tu condición
de "católico divorciado vuelto a casar". Así llevas muchos
años y, a veces, la culpabilidad te corroe las entrañas. Quieres ser fiel a la
doctrina de la Iglesia y no ves salida. Esa doctrina te obliga a permanecer
apartado de la Comunión y te anima -farisaica paradoja- a vivir en comunión...
¿Recuerdas quienes sufrían ese "apartheid"
en tiempos del Señor? Algunos de aquellos leprosos desafiaron la prohibición y
se acercaron a quien podía darles la salud y la paz. Esas experiencias
evangélicas deberían darte ya alguna pista.
Las normas generales no siempre se
pueden aplicar a todos. Por encima de las normas está la "conciencia
profunda". La propia doctrina oficial lo reconoce. ¡Menos mal!
Claro que, antes de nada, conviene
distinguir dos clases de divorcios:
1) El divorcio por capricho que empuja a no
aguantar lo más mínimo y dar rienda suelta a la satisfacción corporal y
sensible. El voluble egoísmo junta y separa. La pareja no es más que un
instrumento para mi satisfacción. Cuando no sirve a mis propósitos la tiro o la
sustituyo como sustituyo un sofá demodé.
Los que hemos rebasado los cincuenta
conocemos perfectamente la insidiosa tentación de cambiar a nuestra cincuentona
por dos de veinticinco. Desde mucho antes ya nos persigue ese diablo bizco que
sólo mira lo apetitoso para el instinto. Tengo la impresión de que éste es
el divorcio que condena el Evangelio. Pero no es tu caso, ni el de la
mayoría de católicos de buena voluntad que se ven abocados a una ruptura no
deseada.
2) El divorcio por necesidad, para poder
seguir viviendo, porque la yunta con quien camina en dirección contraria es
mortífera. Hubo un error de inicio, se formalizó una boda legal pero no real.
Allí no había unidad, ni amor verdadero, ni compatibilidad, ni consciencia
suficiente. Como mucho fue un precipitado fogonazo de juventud provocado por
carencias afectivas, inmadurez, instinto y ceguera. Ni estabas preparado, ni
supiste prepararte, ni vislumbraste las espeluznantes consecuencias de tu
equivocación.
¿Me voy aproximando a tu caso? ¿Condenarías
a alguien a permanecer anclado en el "dolor del error" toda la
vida? ¿No existe posibilidad de rectificación para los matrimoniados por
error? ¿Les condenarías a vagar separados y solos por las estepas de la vida?
Tal vez las respuestas a estas preguntas te ayudarán a comprender y
comprenderte.
Aclarada esta diferencia esencial,
vayamos ahora a las ataduras doctrinales que te privan de los sacramentos.
Puede que la Jerarquía no quiera o no pueda variar sus esquemas porque piense
que una mayor "liberalización" perjudicaría a la ya liberal
sociedad en que vivimos. Deben advertirnos de la gravedad de los errores en
este campo porque la familia ha de estar protegida de la volubilidad del
individuo y no pueden ser los hijos los paganos del poco esfuerzo de
reconciliación de sus padres.
En situaciones extremas los católicos
deberíamos acudir a la propia Iglesia para que analice y resuelva si hubo o no
matrimonio verdadero. En mi opinión "hay muchas más nulidades de las
que se solicitan y declaran". Los católicos acudimos a los ágiles
tribunales civiles y huimos de la parsimonia eclesiástica. Lo uno no quita lo
otro.
El sentido común me dice que si me
casé por la Iglesia, debería también someter mi fracaso a la Iglesia. Sé que
hay circunstancias que hacen esto prácticamente imposible por el tema de las
jurisdicciones territoriales y la movilidad geográfica de los separados.
También sé que la lentitud procesal de los tribunales eclesiásticos, sus
exigencias formalistas, su mermada fama y su imaginaria carestía, disuaden a
muchos católicos. ¡Nos equivocamos! Deberíamos, como mínimo, informarnos.
Me cuentas que, en tu caso, no tienes
posibilidad real de acudir a esa solución, que eres un "divorciado
católico" de muchos, que llevas con dolor la situación en que te hemos
colocado. Pero eso es compatible con procurar la REALIDAD de una "vida
espiritual profunda", aún en contra de la TEÓRICA situación jurídica
en que estás atrapado. Hay personas importantes en la Iglesia que claman por
avanzar en la doctrina sobre los divorciados, como el Cardenal Martini que
pedía un Concilio -nada menos- sobre este tema.
Si yo estuviera en
tu caso, no dejaría de confesar y comulgar. Trataría con todas mis fuerzas de
vivir unido a ese Dios en quien creo, por encima de la obligación impuesta de
vivir desterrado. Sin duda me saltaría el destierro. Claro que, para
eso, tienes que encontrar un sacerdote comprensivo que quiera confesarte. La
Comunión la puedes recibir de cualquiera, basta con acercarse. Siempre que seas
discreto y no levantes escándalo.
Para quebrantar la norma sin sentirte
culpable tendrías que avanzar hacia una conciencia PROFUNDA (la
que se fía del discernimiento propio y las aspiraciones profundas; en tu caso,
la aspiración a vivir más íntimamente unido al Señor).
Tendrías que tomar distancia de la
rigidez de la conciencia CEREBRAL (la que sigue ciegamente
normas, reglas y libros) y salir de la alienación a la conciencia SOCIAL
(la que se somete rigurosamente al "ambiente humano" en que
vive, sin discernimiento personal).
La primera es la conciencia de que
habla Pablo: "Nos sentimos orgullosos de que nuestra conciencia nos
asegure que nos hemos comportado con todo el mundo, y especialmente con
vosotros, con la sencillez y la sinceridad que Dios da, y no por la sabiduría
humana, sino por la gracia de Dios" (2Cor, 1,12).
Es decir, hay que madurar y aprender
a descender a la conciencia profunda, dándola prioridad sobre las
otras dos, propias de etapas inmaduras. No se trata de eliminarlas sino de
ponerlas en su lugar. La conciencia profunda es el íntimo reducto
de la persona, que tiene en cuenta todas las realidades (interiores y
exteriores) en que está inmersa, es la brújula que pivota siempre sobre el Dios
personal que nos habita.
Mientras no consigas bajar a la conciencia
profunda no serás libre ni autónomo, seguirás siendo un niño agarrado a
la mano de mamá: "Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como
niño, razonaba como niño. Cuando llegué a hombre, desaparecieron las cosas de
niño" (1Cor 13,11). "Mientras el heredero es niño, en nada se
diferencia de un esclavo, aunque sea el dueño de todo" (Gal 4,1).
Algún día te escribiré sobre los
terribles daños que causa la religión que no promueve la autonomía y libertad
de las personas. Confundir "religiosidad" con "sometimiento"
(algo que se patrocina con mucha frecuencia) nos conduce a la alienación,
inseguridad, temor, rigidez, culpabilidad, escrúpulos, incluso neurastenia,
depresión y agresividad sectaria. Es un tremendo fraude, aunque sea realizado
con buena intención, más propio de sectas que de verdaderas religiones.
En este momento te sientes atado por
el texto que me envías: "Cuando los fieles divorciados vueltos a casar
se separan o viven en plena continencia, pueden ser admitidos nuevamente a los
sacramentos" (1).
Esa es la norma, ciertamente. Ahora dime qué solución prefieres: ¿Separarte
de tu actual esposa, con la que reconstruiste una familia con dos pequeños? ¿O
vivir con ella en total continencia?
No sé a quién se le ocurrió esa
redacción pero basta leer para darse cuenta que repugna al sentido común. Y lo
digo así, abiertamente, para que nuestros dirigentes se enteren que la VIDA
REAL no cabe en esos almidones que nos han planchado.
Qué distante y distinto ese texto que
te aprisiona de aquél del primer Concilio de Jerusalén: "El Espíritu
Santo y nosotros hemos decidido no imponeros más cargas que las
imprescindibles" (He 15,28). Me parece que hay evidentes
contradicciones entre la doctrina original y sus complejas derivaciones
posteriores.
Con el afán de tenerlo todo atado,
normalizado y cuadriculado, nos han construido una torre doctrinal enorme,
mayor que la de Babel, sin la mínima concesión a la conciencia, al
discernimiento o al raciocinio personales.
Somos una Iglesia
ferroviaria que ha dejado de ser camino (alegres pasos, libres y autónomos,
hacia la felicidad auténtica) para convertirse en una interminable y compleja
red de rígidos raíles. Sobre ellos circulan los fieles herméticamente
encerrados en vagones precintados con obligatorias consignas, debidamente
fiscalizados por autoridades rigurosas e inamovibles, desfasadas de su tiempo
generalmente, con atuendo de brujos más que de apóstoles.
No me extraña que
nos asalte muchas veces esa sensación de falta de oxígeno y vida. Nos enseñan:
- "sometimiento" en vez de "discernimiento",
- "cumplimiento" (cumplo y miento)
en vez de "seguimiento",
- "erudición" en vez de "conversión",
- "rito" en vez de "vida
interior".
En nuestras catequesis (e incluso en
la formación de nuestros curas) se memorizan historias, teorías y cánones (formación
intelectual) pero no se forman conciencias, ni se camina hacia la maduración
personal real. La fidelidad propuesta es obediencia ciega a las "voces
externas", en vez de escucha y docilidad a la "voz
interior" del dulce Huésped que nos anida.
La gente de nuestro tiempo, sin
embargo, ama el aire, la libertad, la naturaleza, la solidaridad, la
racionalidad, la creatividad y el progreso. Luego se preguntarán por qué se
vacían las iglesias llenas de rígidas rutinas, oraciones incoherentes y
homilías vacuas…
A pesar de todo, me duelo pero no me
escandalizo. Sé que nuestra Iglesia está dirigida por hombres falibles que
hacen lo que pueden y suplen sus carencias dándose más importancia de la que
tienen: "Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los
albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los
centinelas" (Sal 127).
Y no te confundas, amigo mío, no
defiendo una Iglesia blandengue, sin columna vertebral, sometida al capricho de
cada cual. Ése sería el otro peligrosísimo extremo. Suspiro por una
Comunidad caminante, que proponga y no imponga, que anime y nunca rechace, que
promueva la libertad, la maduración, la conciencia y los carismas personales,
que crea visceralmente en el Espíritu, el gran olvidado.
Pero volvamos a tu caso. En los temas
complejos, como éste, no es fácil conciliar la norma general con las
necesidades particulares. Los dirigentes tienden al rigor y los fieles
deberíamos anclarnos en la comprensión y la misericordia. Sigue siendo
verdad que "el sábado es para el hombre y no el hombre para el
sábado" (Mc 2,27).
Por eso, amigo mío, hay que acudir a
la sincera conciencia personal, piloto de la vida concreta de cada uno. Tienes
la obligación de buscar la luz que te guíe y alimente. No puedes "alienarte",
sin más, a lo que otros dicten. Nadie tiene el derecho de imponerte caminos
que te restan vida o repugnan a tu inteligencia. Los apóstoles hubieran
pasado hambre -como tú ahora- si hubieran cedido al legalista rigor de los
fariseos y no hubieran cogido espigas en sábado.
Por lo que me has contado deduzco que
en tu primer matrimonio ("no-matrimonio") hubo una nulidad
plena (tu conciencia te lo descubrirá si te miras con sinceridad). Me parece
que no sabías lo que hacías y los hechos posteriores lo demuestran. Además no
puedes pedir la "nulidad oficial" porque tus circunstancias no
lo permiten. ¿Puedes pensar que el Señor te quiere ATRAPADO en esa especie de
tierra de nadie y alejado de sus sacramentos?
Desde luego, yo creo en un Dios que
me atrae y me quiere cerca, en cualquier circunstancia, por encima de cualquier
norma, aunque haya tenido un accidente de vida o haya cometido un garrafal
error al emparejarme. Mis aspiraciones interiores no pueden ser retenidas por
ningún código humano. Abandonaría la gruta del destierro, como los leprosos, y
me acercaría al Jesús que comprende, cura y nunca rechaza.
No entra en mi
cabeza cómo en su Iglesia se puede legislar institucionalizando el rechazo a unos hermanos
por la desgracia de haberse equivocado en una opción de vida, tomada -casi con
seguridad- con inconsciencia cierta.
Te recomiendo que leas y releas este
texto: "¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación, la
angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?...
Porque estoy persuadido que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los
principados, ni las cosas presentes ni las futuras, ni las potestades, ni la
altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor que
Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom 8,35).
Continúa después con este otro: "No
tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar
a los justos, sino a los pecadores" (Mc 2,17). Después discierne si
debes o no debes acercarte a los sacramentos.
¡Perdóname si algo de lo que digo te
perturba! Ya sabes que sólo se critica lo que se ama porque "no
hay mayor desprecio que no hacer aprecio". Mi amor a mi Iglesia me
hace desear apasionadamente su transformación y conversión, empezando por uno
mismo naturalmente. Me has pedido sinceridad y ahí la tienes.
Una única advertencia: Que las
decisiones de tu conciencia no causen escándalo a otros más débiles o
ignorantes. Por tanto sé prudente a la hora de actuar. Se trata de vivir lo más
cerca posible del Dueño de la vida sin causar escándalo a los "niños"
de mayor o menor edad.
Sé consciente de que estas letritas
no agotan el tema del divorcio, ni interpretan tu situación, ni pretenden que
las sigas. Sería salirte de una alienación para meterte en otra.
He pretendido simplemente darte
algunas pistas para que puedas tomar tus propias decisiones. Si te sirven,
me sentiré pagado. En todo caso, no dejes de buscar al Señor y dejarte
encontrar por Él. Me parece que no puedes consentir que "la falta de
unos papeles" (los de la nulidad) te alejen del Señor. Eso sería un
disparate.
Un abrazo inmenso Andrés. Que el Dios
de la Paz te inunde, te permita encontrar tu conciencia profunda y su Camino.
________________________
(1) De la Exhortación Apostólica Familiaris
consortio (22-11-1981), punto 6, posterior al Sínodo de los Obispos sobre
la familia (1980).
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