Por Dolores Aleixandre
Cuando
empezó el Concilio yo llevaba una cofia almidonada de campesina borgoñona del
s. XVIII que sobresalía por los lados y sólo me permitía mirar de frente. Al
acabar el Concilio, la habíamos cambiado por otra que se ajustaba a la cabeza y
hacía ya posible una mirada panorámica: todo un símbolo de la ampliación de
visión y ensanchamiento de horizontes que se vivía a nivel eclesial.
Lo
mejor del Concilio creo que fue permitirnos vivir la experiencia de que lo que
parecía inmutable, mutaba, lo atado se desataba y lo petrificado se derretía. Y
eso grabó en nuestras conciencias la convicción de que lo esencial del
Evangelio es muy poco y casi todo lo demás es cuestionable, reversible y
adaptable.
Se
desmoronaban las murallas de la Jericó eclesial y se invitaba a todos pasear
por sus parques y avenidas: la llamada a la santidad dejaba de ser propiedad
privada de clérigos y religiosos y se convertía en una vocación universal que
nos igualaba a todos.
La
Biblia, considerada libro sagrado e inaccesible en vitrinas herméticas, se
convertía en Palabra viviente, se instalaba en la mesa camilla de nuestra casa
y viajaba con nosotros en transporte público. La liturgia se sacudía las
sandalias de tanto polvo de rituales arcanos y vestimentas extrañas y la
Eucaristía volvía a ser Pan roto y compartido que circulaba en la comunidad de
hermanos y hermanas.
¿Lo
peor? La falta de estrategias pedagógicas para explicar los cambios y un
optimismo demasiado ingenuo y poco previsor: impidió calcular el poder que iban
a seguir ejerciendo los sectores reacios al Concilio que, con la curia vaticana
a la cabeza, ejercían mando en plaza y tenían en su mano la palanca del freno.
¿Qué cambió?
Dejar
de mirar el mundo alejándose irremisiblemente de Dios y amenazando a la
Iglesia: nos invitaron a contemplarlo confiando en la presencia fiel de Dios y
de su amor irrevocable a la humanidad.
Llamar
a la Iglesia "Pueblo de Dios" consiguió que le caducara el código de
barras al anterior "modelo piramidal". Esta nueva imagen conecta
tanto con la propuesta evangélica de circularidad fraterna (en la que la silla
del Padre vacía, en expresión feliz de Carlos Domínguez) que sigue manteniendo
su poder de atracción a pesar de los intentos de sofocarla.
Ha
emergido la dignidad de la conciencia, con la belleza de Eva en el jardín de la
creación y han salido huyendo como sabandijas un sin fin de normas, rúbricas,
prescripciones y observancias inverosímiles que se habían ido colando por las
rendijas de la praxis cristiana.
Habían
ejercido su ridículo poderío más tiempo del conveniente con la ventaja para el
estamento clerical de que dejaban en sus manos el control de las conciencias:
no hay más que recordar aquellas confesiones del "sonsáqueme, padre",
respondiendo a preguntas infames tipo "cuántas veces" y "con
quién" que le amargaron la infancia a más de uno.
Ahora
intentan volver a colarse y unos cuantos estarían encantados de su retorno,
pero la conciencia cristiana adulta se ha enderezado como aquella mujer
encorvada del Evangelio: ya no estamos dispuestos a perder el estatuto de los
hijos para recaer en la sumisión de los siervos o en el infantilismo de los
menores de edad.
En
cuanto a los frenos y retrocesos y más allá de la responsabilidad de la
jerarquía, que tiene su cuota, también otros hemos puesto trabas al fluir del
torrente conciliar. La generación de los que vivimos aquellos cambios corremos
el peligro de sacralizarlos sin admitir que se pongan en cuestión. Tenemos que
ser más flexibles y estar dispuestos a someter a discernimiento los
"formatos" en que hemos vivido el Concilio, aceptando que muchos de
ellos necesitan de nuevo "aggiornamento".
Pobres
de nosotros si nos volvemos tan "ultras" como los que, del otro lado,
se cerraron y se siguen cerrando a moverse de sus posturas.
El Ciervo, Octubre 2012
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