Por Eloy Roy
La
mujer no podía enderezarse. Hacía dieciocho años, dieciocho siglos, milenios
que andaba doblada, agachada, encerrada en sí misma, amarrada.
Era
obra del mandinga, decía la gente, pues no era un secreto que las mujeres tenían
inclinación hacia él. Pactaban con él para hacer cosas raras. Curaciones, por
ejemplo, dar a luz, ver cosas...
Primero
hemos tapado a las mujeres de pies a cabeza y las enclaustramos. Muchas fueron
apedreadas porque se creía que eran pocas las que no tenían algo de putas.
Imputarles los defectos y pecados de los hombres era lo común. Si un hombre
violaba, estrangulaba, destrozaba, mataba, enseguida se decía: "busquen a
la mujer"...
Luego
las hemos quemado vivas. ¿Caía una desgracia sobre el pueblo? Era culpa de
alguna bruja. Se lanzaba entonces una caza de brujas hasta dar con una. Si una
mujer tenía demasiado cariño a algún gato, si salía a recoger hongos extraños
por los bosques, si iba mucho a misa o iba demasiado poco, si tenía los ojos
enrojecidos (¿cómo no, si las pasaba cocinando encima de las llamas del hogar?
Pero no se pensaba así tan lejos...); si tenía una verruga o alguna mancha rara
sobre el cuerpo, esa mujer, con toda seguridad, era bruja. Se la quemaba viva
en la plaza del mercado. Muerto el perro, se acababa la rabia... No más
granizo, no más gripe, no más incendios, no más males de dientes en el pueblo.
Por un momento al menos. Todo el mundo estaba contento.
Durante
dieciocho siglos, o milenios, a las mujeres se les ha obligado a vivir dobladas,
replegadas sobre sí mismas, atadas. Se las sometía a tareas repugnantes y a
trabajos muy duros. E incluso a la mutilación, como sucede en algunas culturas.
O a la violación, a la esclavitud sexual y a los crímenes de honor, como sucede
aún todos los días. Cientos de millones de mujeres no han podido nacer, o
fueron matadas al nacer, por el único "error" de no ser varones.
Porque no ser varón y ser mujer nomás, para muchos aún, es una tara, un
accidente de la naturaleza o, en el mejor de los casos, un mal necesario.
Las
mujeres tenían el derecho de ser sirvientas, juguetes, muñecas o trofeos del
varón. Tenían el deber de hacer gozar al varón y darle descendientes, pero
ellas mismas no debían gozar. Por cierto, los varones querían a las mujeres,
pero en esas condiciones.
Ellas
podían bordar y tocar piano, pero los grandes estudios les estaban prohibidos;
no podían hacer cheques ni firmar contratos, ni votar. Para entrar en una
iglesia debían envolverse en miles de trapos.
Puesto
que esa era la triste suerte de las mujeres, no extraña el que, hasta hoy en
día, el buen judío ortodoxo, al salir de la cama, haga esta oración a Dios,
cada mañana: "Te doy gracias, Señor, por no haberme hecho mujer."
En
nuestras sociedades menos tradicionales, las cosas han cambiado. Tras luchas
épicas, llevadas sin armas y sin derramar una gota de sangre, las mujeres
lograron por sí solas conquistar el reconocimiento de su dignidad y de sus
derechos esenciales. Pero mucho camino queda aún por recorrer para que las
mujeres de todas partes sobre el planeta sean felices de ser mujeres.
En
América Latina, en donde se encuentra la mayor concentración de católicos del
mundo, las mujeres llenan las iglesias. Sin ellas, la Iglesia se habría muerto.
Pero allí, como en otras partes del mundo, la alta jerarquía ha decretado que,
cuando la mujer fue creada por Dios, él la hizo irremediablemente incapaz de
celebrar una pobre misa. Eso estaría inscrito para la eternidad en el genoma
femenino...
Esta
misma jerarquía está actualmente movilizando todas las fuerzas de la Iglesia
para largar una "Nueva evangelización" a escala mundial. Pues bien,
mal que les pese a estos señores, aquí va una Buena Noticia de parte de Jesús
que no vendría mal que la inscriban para la eternidad en el genoma de la Iglesia:
Una
mujer estaba allí. No pedía nada. Hacía dieciocho años que vivía doblada en
dos, encerrada en sí misma, amarrada. "Estaba tan encorvada que no podía
enderezarse de ninguna manera" Jesús la vio y se conmovió hasta las
tripas. Extendió sobre ella su mano fraternal y le dijo: ¡"Mujer, quedas
liberada! " Al instante la mujer se incorporó y quedó derecha como un
árbol. (Lucas 13, 10-14).
La
alta jerarquía arremetió enseguida contra Jesús por haber curado a alguien
justo un día sábado. Aquello estaba terminantemente prohibido en virtud de la
alta sacralidad de ese día.
Con
los obsesionados de lo sagrado y guardianes de lo "inmutable" es
siempre lo mismo: una mujer vale menos que un burra o una vaca (por favor, leer
bien el texto), y todo lo que no está controlado por ellos es obra del diablo.
Irónicamente,
fue por amarrarse a leyes o creencias "inmutables" como nuestra pobre
Iglesia (que por otra parte hizo cosas muy buenas en su historia) logró
convertirse a sí misma en una vieja mujer completamente encorvada. Esperemos
que la Buena noticia de Jesús con relación a ese problema le dé ganas de
enderezarse y ponerse de nuevo a crecer derecha como un árbol. Y que, al nombre
de Jesús, en todas las iglesias del mundo y fuera de ellas, las mujeres de la
Tierra gocen de la entera libertad de andar sin miedo y con la frente en alto.
Y que puedan dar misas si a Dios le gusta.
Seguro
que a Dios le ha de gustar puesto que a la mujer, al igual que el varón, él
mismo la creó a "su imagen y semejanza" (Génesis 1, 26-27).
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